Lo que ocurre en el cerebro de los niños cuando juegan

Lo que ocurre en el cerebro de los niños cuando juegan

Cómo beneficia el juego a los niños y qué sustancias segrega el cerebro


Jugar es un placer. Es diversión, entretenimiento. Es un aprendizaje. ¿Algo más? Sí. El juego aporta una infinidad de beneficios a los niños, a todos los niveles (físicos, mentales, sociales…). Pero además, activa el cerebro. Lo mantiene en forma. ¿Quieres saber cómo? Descubre qué ocurre en el cerebro de los niños cuando juegan.

Lo que pasa en el cerebro de tu hijo cuando juega

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Si pudiéramos mirar a través de la pequeña cabecita de nuestro hijo, veríamos la cantidad de actividad que se genera en su cerebro cada vez que juegan. El culpable de esto, o más bien la culpable, es la química. El juego genera una serie de hormonas que trabajan en el cerebro de los niños. Cada vez que tu hijo juega, estas sos las sustancias que se activan en el cerebro:

La Serotonina: Gracias a ella se reduce el estrés. También es la encargada de equilibrar y regular el estado de ánimo.

La Acetilcolina: Es la sustancia que favorece la concentración, la memoria y por supuesto, el aprendizaje.

Las Endorfinas y Encefalinas: Encargadas de reducir la tensión neuronal. Es decir, la que transmite al niño calma y felicidad. Es el mejor momento de creatividad del niño.

La Dopamina: Motiva la actividad física, la que consigue que los músculos reaccionen ante el juego. También participa en la estimulación de la imaginación, la creación de imágenes y seres fantásticos.

Por qué es importante dejar que los niños jueguen

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El juego abre las puertas de la imaginación y la creatividad de los niños, les mantiene en forma, les ayuda a generar estrategias y a resolver conflictos y les enseña a crear normas y respetarlas. Es juego es la mejor asignatura para los niños, la más completa. Estas son sus grandísimas ventajas:

– Es desestresante. El juego libera de la presión de los estudios o los deberes.

– Es el mejor vehículo de aprendizaje para los niños.

– Ayuda a establecer lazos sociales.

– Potencia y desarrolla el universo interno del niño.

Jugar, sin más. Jugar al escondite, a los bolos, al cucu-tras. Jugar con los muñecos, con la pelota, o simplemente con la imaginación. Deja que tu hijo sueñe, imagine, juegue con otros niños. Estará aprendiendo, y mucho, de la mejor forma posible: divirtiéndose.

Fuente: www.guiainfantil.com

«No se está portando mal, lo está pasando mal»

«No se está portando mal, lo está pasando mal»

Hoy hemos tenido un día un poco más difícil que de costumbre. Tenemos una inmensa suerte con nuestro peque, que de costumbre es un niño alegre y fácil de llevar. Pero hoy ha tenido un mal día. Ha llorado y se ha enfadado varias veces por cosas que a nuestros ojos pasaban desapercibidas. Se ha frustrado porque quería salir pero no quería vestirse, después porque no quería entrar en casa, porque quería comer, porque no quería sentarse en la trona, porque no quería más comida, porque no quería bajarse de la trona, porque quería bajarse de la trona, porque no quería que le quitara el babero… En fin, os hacéis una idea. Lo que se dice un mal día.

El climax ha venido a última hora de la tarde. En un momento determinado he salido del baño y al entrar en el salón estaban mi marido y el peque en el sofá tranquilamente. En cuanto he entrado me ha sonreído y ha dicho «¡Ahí está mamí!» pero en cuanto me he acercado al sofá para sentarme ha empezado a protestar porque no quería que me sentara. Cuando ha visto que me sentaba se ha enfadado muchísimo y ha intentado por todos los medios posibles hacer que me levantara. No lo he hecho, porque no creo que sea sano para los niños sentir que tienen la capacidad de controlar lo que hacen sus padres, ese tipo de control les supera y termina dando problemas a la larga. Como veía que no lo conseguía me ha terminado pegando. Un manotazo en la cara con toda la fuerza que ha podido.

Así que me ha tocado poner en práctica todo lo que llevo tanto tiempo estudiando y que no suelo tener muchas ocasiones de practicar. Le he cogido las manos y le he dicho muy tranquilamente: «No voy a dejar que me pegues.» Sorprendentemente, estaba tranquila de verdad. Supongo que me ha ayudado el hecho de que lo estaba viendo venir y de que en realidad no me había hecho daño. Lo he abrazado por detrás mientras le seguía sujetando las manos, y le he dicho al oído con un tono que pretendía ser calmante: «Estás muy enfadado. Lo sé. No voy a dejar que me pegues.» Normalmente recomiendo no iniciar contacto con un niño que rechaza el contacto, pero por una parte está la postura en la que estábamos y que me dificultaba levantarme y apartarme sin más (los dos semitumbados en el sofá, él justo delante de mí) y por otra parte estaba el hecho de que tuve que sujetarle para que no me pegara con lo que en cierto modo ya lo estaba abrazando. Tenía más sentido simplemente continuar así. Abrazarle me pareció lo más apropiado en ese momento, especialmente conociendo a mi hijo que es un niño que necesita y reclama muchísimo contacto físico. Ha roto a llorar en seguida, que creo que en el fondo es lo que necesitaba, y aunque ha forcejeado un poco más he ido notando como se iba relajando. En ese momento lo he soltado y él mismo me ha venido buscando para acurrucarse en mi brazo, aunque aún seguía enfadado porque ha empezado a intentar darle pataditas a papá, que estaba sentado a nuestro lado. Como he visto que el momento del desborde emocional había terminado, he optado por pasar a una fase de reconexión y de canalización de la ira: nos hemos ido a saltar a la cama. Sé que visto desde una perspectiva tradicional podría parecer una recompensa o algo así, pero el objetivo era dar herramientas. Es la misma lógica que siguen los adultos cuando salen a correr o van al gimnasio después de una discusión.

Fotor_147250321613926Así que nos hemos puesto a saltar en la cama, y a gritar, y a dar puñetazos a la almohada, y después lo he perseguido por la casa, y nos hemos ido a la habitación a leer cuentos. Y hemos hablado de lo que había pasado, de cómo se había enfadado conmigo y me había pegado, me ha dado un beso y hemos «hecho las paces» oficialmente. Después se ha puesto a jugar tranquilo en su cuarto mientras yo iba a recoger el lavavajillas. Y cuando papá ha ido a buscarlo para decirle que estaba la cena hecha, se lo ha encontrado recogiendo los juguetes por sí mismo (cosa que nunca había hecho). Y después se ha terminado todo el plato de verdura que le había hecho papá para cenar. Se notaba perfectamente que lo que fuera que llevaba todo el día molestándole había pasado por completo. Era un niño nuevo. El niño feliz, amable, que coopera, cariñoso de siempre.

Mientras duraba el desborde emocional y tenía la oportunidad de poner en práctica todos los consejos sobre los que había leído, estaba continuamente dudando de si lo estaría haciendo bien. No os penséis que todo esto me sale de forma natural. Procuro leer varios artículos a la semana, y leo mis grupos de facebook a diario, con lo que los consejos sobre cómo reaccionar están más o menos siempre frescos en mi mente. Pero muchos de ellos van totalmente en contra de lo que tengo interiorizado. ¿Ponerme a saltar, a jugar, a reír, y a leer cuentos con un niño que acaba de pegarme? Suena raaaaaarooo, raro, raro. Suena a contraproducente. Suena a premio. Y eso hace que de alguna forma entres en conflicto entre lo que tienes preaprendido y todo lo nuevo que estoy aprendiendo con estos artículos. Me asaltan dudas, como a la que más. Y supongo que esas dudas solo se irán pasando con el tiempo y la experiencia. Esta vez, sentí como ayudaba a mi hijo a pasar, canalizar, y procesar el desborde emocional de una forma en la que se pudiera sentir 100% apoyado, primando la conexión a la corrección, viendo en todo el momento al niño y no al comportamiento, sabiendo que algo le pasaba y que el guantazo no era más que una forma de pedir ayuda.

Lo curioso, y lo que ha hecho que me anime a escribir este post, es que mientras estaba en la cocina, justo después de que hubiera pasado todo el proceso, Papá me ha dicho que le había prometido al peque que esa noche se bañaría en la bañera grande (no lo hace a menudo, porque gastamos muchísima agua, para él es como una ocasión especial). Papá me lo ha dicho con un tono serio, me ha sonado como si esperara que dijera que no me parecía bien, después de como se había «portado». Pero mi respuesta, inmediata y sin pensar, ha sido: «Sí, me parece bien, se lo merece, porque vaya día que ha tenido.» Y justo entonces me he dado cuenta de que ha sido una elección de palabras algo extraña. «Se lo merece» poco rato después de haberme pegado… Y entonces me he dado cuenta de que creo que por fin lo tengo interiorizado: Aquello de «No se está portando mal, lo está pasando mal». Hoy lo he visto claro. Una verdad como un templo.

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Fuente: www.crianzarespetuosayconsciente.blogspot.cl

Enséñales a los niños cómo pensar, no qué pensar

Enséñales a los niños cómo pensar, no qué pensar

Un maestro sufí tenía la costumbre de contar una parábola al terminar cada lección, pero los alumnos no siempre entendían el mensaje de la misma.

– Maestro – le dijo en tono desafiante uno de sus estudiantes un día -, siempre nos haces un cuento pero nunca nos explicas su significado más profundo.

– Pido perdón por haber realizado esas acciones – se disculpó el maestro-, permíteme que para reparar mi error, te brinde mi rico durazno.

– Gracias maestro.

– Sin embargo, quisiera agradecerte como mereces. ¿Me permites pelarte el durazno?

– Sí, muchas gracias – se sorprendió el alumno, halagado por el gentil ofrecimiento del maestro.

– ¿Te gustaría que, ya que tengo el cuchillo en la mano, te lo corte en trozos para que te sea más cómodo?

– Me encantaría, pero no quisiera abusar de su generosidad, maestro.

– No es un abuso si yo te lo ofrezco. Sólo deseo complacerte en todo lo que buenamente pueda. Permíteme que también te lo mastique antes de dártelo.

– ¡No maestro, no me gustaría que hicieras eso! – se quejó sorprendido y contrariado el discípulo.

El maestro hizo una pausa, sonrió y le dijo:

– Si yo les explicara el sentido de cada uno de los cuentos a mis alumnos, sería como darles a comer fruta masticada.

Desgraciadamente, muchos maestros y padres piensan que es mejor darles a los niños las frutas perfectamente cortadas y masticadas. De hecho, la sociedad y las escuelas están estructuradas de tal forma que se enfocan más en la transmisión de conocimientos, de verdades más o menos absolutas, que en enseñarles a los niños a pensar por su cuenta y sacar sus propias conclusiones.

Los padres, educados en este esquema, también lo repiten en casa ya que todos tenemos la tendencia a reproducir con nuestros hijos las pautas educativas que utilizaron con nosotros, aunque no siempre somos conscientes de ello.

Sin embargo, enseñarle a un niño a creer a ciegas en supuestas verdades sin cuestionarlas, enseñarles lo que deben pensar implica arrebatarles una de sus capacidades más valiosas: la capacidad para autodeterminarse.

Educar no es crear sino ayudar a los niños a crearse a sí mismos

La autodeterminación es la garantía de que, elijamos lo que elijamos, seremos nosotros los protagonistas de nuestras vidas. Podremos equivocarnos. De hecho, es muy probable que lo hagamos, pero aprenderemos del error y seguiremos adelante, enriqueciendo nuestro kit de herramientas para la vida.

Desde el punto de vista cognitivo, no existe nada más desafiante que los problemas y los errores ya que estos no solo demandan esfuerzo sino también un proceso de cambio o adaptación. Cuando nos enfrentamos a un problema se ponen en marcha todos nuestros recursos cognitivos y, a menudo, esa solución implica una reorganización del esquema mental.

Por eso, si en vez de darles verdades absolutas a los niños les planteamos desafíos para que piensen, estaremos potenciando la capacidad para observar, reflexionar y tomar decisiones. Si enseñamos a los niños a aceptar sin pensar, esa información no será significativa, no producirá un cambio importante en su cerebro sino que simplemente se almacenará en algún lugar de su memoria, donde poco a poco se irá difuminando.

Al contrario, cuando pensamos para solucionar un problema o intentamos comprender en qué nos equivocamos se produce una reestructuración que da lugar al crecimiento. Cuando los niños se acostumbran a pensar, a cuestionar la realidad y a buscar soluciones por sí mismos, comienzan a confiar en sus capacidades y enfrentan la vida con mayor seguridad y menos miedos.

Los niños deben encontrar su propia manera de hacer las cosas, deben conferirle sentido a su mundo e ir formando su núcleo de valores.

¿Cómo lograrlo?

Una serie de experimentos desarrollados en la década de 1970 en la Universidad de Rochester nos brinda alguna pistas. Estos psicólogos trabajaron con diferentes grupos de personas y descubrieron que las recompensas pueden mejorar hasta cierto punto la motivación y la eficacia cuando se trata de tareas repetitivas y aburridas pero pueden llegar a ser contraproducentes cuando se trata de lidiar con problemas que demandan la reflexión y el pensamiento creativo.

Curiosamente, las personas que no recibían premios externos obtenían mejores resultados en la resolución de problemas complejos. De hecho, en algunos casos esas recompensas hacían que las personas buscaran atajos y asumieran comportamientos poco éticos ya que el objetivo dejaba de ser solucionar el problema, para convertirse en obtener la recompensa.

Estos resultados llevaron al psicólogo Edward L. Deci a postular su Teoría de la Autodeterminación, según la cual para motivar a las personas y a los niños a que den lo mejor de sí, no es necesario recurrir a recompensas externas sino tan solo brindar un entorno adecuado que cumpla con estos tres requisitos:

1. Sentir que tenemos cierto grado de competencia, de manera que la tarea no genere una frustración y una ansiedad exageradas.

2. Disfrutar de cierto grado de autonomía, de manera que podamos buscar nuevas soluciones e implementarlas, sintiendo que tenemos el control.

3. Mantener una interacción con los demás, para sentirnos apoyados y conectados.

Por último, os animo a disfrutar de este corto de Pixar, que se refiere precisamente a la importancia de dejar que los niños encuentren su propio camino y no darles respuestas y soluciones predeterminadas.

Fuente: www.rincondeltibet.com

Los efectos en tus hijos del ‘rincón de pensar’ y otros castigos

Los efectos en tus hijos del ‘rincón de pensar’ y otros castigos

Aislar e ignorar física y afectivamente al niño sólo logran que obedezca por miedo

Una madre encadena a una farola a su hija de ocho años por faltar a clase, era el titular de la noticia publicada en este medio hace unos días. Estoy convencida de que la mayoría de los padres y madres que la leyeron pensaron que era una barbaridad. Sin embargo, y conviniendo con todos en que efectivamente lo es, yo quiero hoy hablar de otras formas de maltrato infantil cotidianas, normalizadas, asumidas por la mayoría de los que educan y que llamamos eufemísticamente castigo.

La forma en que castigamos a nuestros niños ha evolucionado en los últimos años, en los que el castigo físico es cada vez menor y peor visto, porque además es ilegal. Sin embargo, han aparecido formas aparentemente más benignas, como la famosa y generalizada “silla o rincón de pensar”. Este engendro gestado y parido por el conductismo más mohoso y maquillado no es otra cosa que el famoso tiempo fuera (time out) disfrazado de moraleja reflexiva. De todos los que somos padres o educadores es sabida la capacidad de reflexión que tiene un niño de tres o cuatro años sobre un suceso o una conducta inadecuada. Hagan el experimento y pregunten a un niño qué ha estado pensando después de estar un rato sentado en la silla de “pensar” y sin riesgo a equivocarme la mayoría le dirá que solo a que pasara el tiempo y le dejaran continuar su vida.

Eso, en el mejor de los casos, porque la silla de pensar es la silla del resentimiento y la confusión. Es una técnica punitiva, se trata de una expulsión o aislamiento del niño sin dotarle de ningún tipo de herramienta para que aprenda a gestionar el conflicto. Un niño no sabe pensar si no es guiado y acompañado con un adulto y desde luego, nadie puede pensar inundado de ira o de frustración. Aislar e ignorar física y afectivamente a un niño no educa. Por el contrario, contenerle, ayudarle a calmarse (respiración, frasco de la calma, un cojín preferido, un abrazo si se deja, unas cuantas carreras…), para después guiarle hacia una reflexión sobre lo ocurrido y tratar conjuntamente de encontrar una mejor manera de hacer las cosas, sí educa. Porque no se trata solo de decirle lo que no es correcto, sino de mostrarle caminos alternativos al mal comportamiento. Incluso pueden utilizarse recursos como teatralizar la situación con las nuevas estrategias para que “ensaye” su puesta en marcha, o darle al botón imaginario del retroceso para tener la oportunidad de esta vez, hacerlo bien. Ellos necesitan saber cómo y es nuestra responsabilidad ayudarles. No expulsarles.

Nos han entrenado durante generaciones para pensar que el castigo, adecuadamente suministrado, es educativo. Y no lo hemos cuestionado. Desde la ciencia conductista que experimenta con perros y ratas de laboratorio, nos dijeron que el castigo modifica la conducta. Y es verdad. Al menos, en el caso de las ratas y los perros. La cuestión es que modificar la conducta no es educar, es adiestrar. Es hacer que el otro haga lo que es presuntamente correcto por miedo y por sumisión porque estoy ejerciendo una acción punitiva sobre él.

Hemos normalizado grandes dosis de violencia contra los niños en nombre de su educación, en el peligroso “por su bien”. Forma parte de la cotidianidad de los hogares la amenaza, la violencia verbal, el silencio, el chantaje, la sumisión. Hablo de una sociedad que entiende la educación y la crianza de forma vertical donde yo adulto, tengo la prerrogativa de administrar la dosis de respeto y dignidad hacia ti que por ser menor y/o saber menos que yo, estás por debajo. Hablo de una sociedad profundamente adultocentrista y violenta en su forma de vincularse y ejercer el poder. Hablo de miles de generaciones que han transmitido todo esto como la sangre que nos corre por las venas sin cuestionamiento alguno, porque cuestionar eso era cuestionar a quien lo ejerció sobre nosotros.

Las consecuencias del castigo

Pero además de que el castigo, en cualquiera de sus variantes, atenta contra la dignidad de quien lo recibe, intoxica el vínculo padre-hijo, produce resentimiento, anula el criterio, genera indefensión, conductas evitativas, y violencia, fragiliza una autoestima en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista e ineficaz de educación, que ya no defenderían ni los conductistas más radicales. Se trata de un modelo aprendizaje que corresponde al siglo pasado y experimentado inicialmente con animales, para generalizarlo después al comportamiento humano. El castigo modifica la conducta, es efectista y nos encanta porque crea el espejismo de que hemos sido capaces de corregir aquello que el niño ha hecho mal, víctimas de la inmediatez de todo lo que hoy nos ocupa. Educar es una carrera de fondo, que consiste básicamente en sembrar la motivación intrínseca en el propio niño para hacer lo que ha de hacerse. Con los castigos no se interioriza el aprendizaje a largo plazo, los niños solo obedecen por miedo y se dejan fuera las variables emocionales y cognitivas, que son básicamente el barro del que estamos hechos.

Se trata de construir cimientos sólidos desde dentro, no convertir a nuestros hijos en marionetas manejadas por la aprobación o desaprobación del entorno, siendo capaces de estimular el criterio propio y el sentido de la dignidad. Se trata de romper un círculo vicioso transmitido por generaciones donde hemos creído que para educar es necesario violentar, coartar, rescindir, amenazar, mientras que simultáneamente les ahorramos por sobreprotección la posibilidad de experimentar las consecuencias del error, construyendo sin querer una sociedad individualista, poco empática que nunca se pregunta el porqué de una mala conducta y solo tiende a eliminarla. Si educamos en el resentimiento obtendremos adultos con deseos de venganza que la ejercerán en cuanto se les brinde el poder para ello: como padres, como jefes, como vecinos, como individuos en definitiva que se relacionan con ese oscuro lugar.

La pregunta obvia entonces es que si no disponemos de esta herramienta tan socorrida para combatir el mal comportamiento, ¿cómo lo hacemos? Yo abogo por un modelo educativo basado en la prevención y en la comunicación emocional. Un modelo donde, por supuesto, hay límites razonados y donde no evito que el niño sienta las consecuencias naturales de un mal comportamiento. Son estas las que nos servirán de vehículo para la reflexión, acompañada y el aprendizaje a través de la experiencia, único aprendizaje verdadero que conduce al crecimiento sano y a la madurez. Un modelo que pone más luz en lo que se hace bien que en el error, un modelo donde dicho error es un recurso genuino y valioso para el aprendizaje, no algo a combatir.

Por Olga Carmona.

Fuente: www.elpais.com

EL TRASTORNO QUE LLEVA A LOS NIÑOS A COMER MUY POCOS ALIMENTOS

EL TRASTORNO QUE LLEVA A LOS NIÑOS A COMER MUY POCOS ALIMENTOS

Llamado ARFID, es una conducta alimentaria selectiva que no permite una buena nutrición.

La hija de Soledad García tenía un año y medio cuando comenzó a rechazar ciertas comidas, en especial las caseras.

“Todos los días era lo mismo. Sólo permitía que le diera cuatro platos: nugget de pollo con puré o arroz, vienesa con arroz, y tallarines con salsa. No comía frutas ni verduras, sólo aceptaba manzanas. Me di cuenta que su alimentación no cubría el requerimiento nutricional que necesitaba y tuve que llevarla al pediatra para que le dieran vitaminas. Además, para ella era terrible ir al baño porque no había fibra en su dieta y presentó anemia”, cuenta García.

Para lograr que la niña comiera, ideó algunas estrategias. “Fue una etapa muy difícil, porque antes no existía el diagnóstico de este trastorno. No servía de nada castigarla o dejarla sin comer, porque sencillamente no comía. Tuve que recurrir a un proceso de ‘socialización’, algo que se me ocurrió que podía ayudar”, recuerda.

“Comencé a invitar a otros niños y les ofrecía distintas frutas para que las comieran y así mi hija los imitara. Fue algo muy gradual, que duró mucho tiempo, pero logré que empezara a comer otros alimentos. Hoy me doy cuenta que ella me manipulaba y que se debe pedir ayuda cuando se detecta el problema. Ahora mi hija tiene 13 años y come de todo, menos puré”, dice esta madre.

ARFID (Avoidant/Restrictive Food Intake Disorder, o trastorno por consumo restrictivo de alimentos), se llama este nuevo trastorno alimentario, que se da especialmente en niños, y que se caracteriza por la elección de pocos alimentos, provocando que no se alcancen los niveles necesarios nutricionales y de energía para el buen funcionamiento del organismo.

Este tema fue abordado en marzo pasado por la Sociedad para la Salud y Medicina del Adolescente de EE.UU. (Society for Adolescent Health and Medicine), donde se habló de los peligros de esta práctica, como la pérdida de peso, déficit de crecimiento o la dependencia nutricional a suplementos alimentarios.

Para la pediatra especialista en adolescentes de la Corporación SerJoven, Francisca Corona, entre un 25 y 50% de los lactantes y preescolares tienen algún grado de dificultad con la alimentación y asegura que durante estas edades es común comer selectivamente.

Esta elección se basa en el rechazo de ciertos alimentos por su textura, consistencia, color, olor o la sensación que les provoca. “El peak de la neofobia (el rechazo a los alimentos nuevos) es de los 2 a los 6 años y disminuye gradualmente con el tiempo”, dice.

Pero a veces este trastorno persiste o se transforma en un síndrome que deja de ser una simple maña.
“El ARFID se caracteriza por ser un comportamiento permanente, no es pasajero como las pataletas. Por lo general los niños comen sólo alimentos altos en grasas o procesados, y dejan de lado todo lo que sea saludable. Por ejemplo, tienden a inclinarse por los cereales, como el pan; a los nugget; y las papas fritas y rechazan lo natural. Los padres tienen responsabilidad en esto porque hay muchos que son muy permisivos, y dejan que sus hijos elijan qué comer, cuándo y en qué cantidades, cuando no debiese ser así”, aclara Claudia Quinteros, asesora del Colegio de Nutricionistas Universitarios de Chile.

Trinidad Aranda, académica de la Escuela de Nutrición y Dietética de la Universidad Andrés Bello, dice que hoy los padres dedican muy poco tiempo a la introducción de alimentos en los niños y optan por lo más fácil, lo que genera una tendencia de consumo que puede derivar en ARFID.

Agrega que este trastorno también se puede desencadenar en infantes que viven en ambientes de estrés o disfuncionales.

“Si bien esta alteración se ve poco, cada día es más frecuente. Uno lo detecta entre los 2 y 3 años, porque los niños presentan conductas desafiante con los papás, frente a la comida. Cuando esto se vuelve permanente hay que evaluarlos con especialistas, como psicólogos, pediatras y nutricionistas”, indica Aranda.

Para revertir el problema, la experta asegura que con la ayuda de un especialista hay que introducir alimentos paulatinamente, sin obligar al niño, cambiar las preparaciones, y que vean que otros niños consumen alimentos que ellos no.

“Hay que detectar a tiempo el ARFID porque en la adolescencia puede desencadenar en anorexia, bulimia o un trastorno más grave”, finaliza Aranda.

Presentan problemas en las actividades sociales.

La pediatra especialista en adolescencia y trastornos alimentarios de la Clínica Las Condes, Verónica Gaete, afirma que el ARFID provoca alteraciones en la actividad social, ya que los niños no pueden comer en casas de amigos o en restaurantes por temor a exponer sus limitaciones frente a los demás o por no querer estar en escenarios en los que no estarán disponibles los pocos alimentos que sí comen. “En algunos casos incluso el rendimiento escolar de quienes sufren de ARFID disminuye, ya que se demoran tanto rato en comer que no alcanzan a hacer las tareas”, dice.

Fuente: www.lahora.cl

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