Qué son las Heridas Emocionales según Lise Bourbeau

Qué son las Heridas Emocionales según Lise Bourbeau

Muchas veces no se tiene claridad de lo que ocasiona temor o dolor en la vida, y tampoco se tiene consciencia de que el origen puede estar en lo aprendido cuando se era niño/a, en las primeras vivencias en el mundo. Cuando se ha tenido experiencias dolorosas en la infancia, que ocasionaron heridas y no se han sanado, es probable que se atraigan circunstancias y personas que harán revivir esa misma experiencia.

En el libro “Las cinco heridas que impiden ser uno mismo” Lise Bourbeau manifiesta que todos los problemas de orden físico, emocional o mental provienen de cinco heridas importantes: el miedo al rechazo, el miedo al abandono, la humillación, el miedo a confiar y la injusticia.

Bourbeau se ha dedicado a investigar el comportamiento humano. Queremos compartir las principales ideas de su libro, ya que nos parece un gran aporte a la comprensión del ser humano.

Bourbeau plantea que al nacer te concentras principalmente en las necesidades de tu alma, la cual desea que te aceptes junto con tus experiencias, defectos, potenciales, debilidades, deseos, personalidad. Sin embargo, poco después, nos daríamos cuenta de que cuando nos atrevemos a ser nosotros mismos, alteramos el mundo de los adultos, porque seguramente, no estamos coincidiendo con lo que estaban esperando de nosotros. Este dolor, de no sentir que tenemos “el derecho de ser nosotros mismos”, podría seguirse de un período de crisis, de rebeldía y finalmente, con objeto de reducir el dolor, una resignación en la que terminaríamos transformándonos en lo que los demás quisieran que seamos.

En consecuencia, se crean numerosas máscaras que sirven para protegerse del sufrimiento vivido, las que corresponden también a cinco grandes heridas fundamentales que vive el ser humano.

Bourbeau concluye que todos los sufrimientos del ser humano se resumen en estas cinco heridas. Las heridas emocionales son experiencias dolorosas de la niñez que influyen en nuestra forma de ser y en cómo afrontaremos las adversidades.

La autora enfatiza en la necesidad de aprender a conocernos y aceptarnos en la mayor medida posible ya que es lo que nos permitirá vivir menos situaciones de sufrimiento. Al contrario, si en una experiencia existe la no aceptación, es decir, juicios, culpabilidad, temor, lamento u otra forma de no aceptación, el ser humano se convierte en un poderoso imán que atrae sin cesar circunstancias y personas que le hacen revivir esa misma experiencia.

Aceptar una experiencia no significa que ésta represente nuestra preferencia o que estemos de acuerdo con ella, señala Bourbeau, más bien se trata de ayudarnos a experimentar y aprender a través de lo que vivimos. Sobre todo, debemos aprender a reconocer lo que nos es beneficioso y lo que no lo es. El único medio para lograrlo es adquiriendo consciencia de las consecuencias que trae consigo la experiencia.

Cuando uno se percata de que una experiencia produce consecuencias perjudiciales, en lugar de reprocharse a sí mismo o reprocharlo a otra persona, simplemente debe aprender a aceptar haberla elegido, aunque lo haya hecho inconscientemente. ¿Por qué no lo comprendemos desde un principio? Por nuestro ego, sostenido por nuestras creencias. Todos tenemos muchas creencias que nos impiden ser lo que deseamos ser. Cuanto más nos perjudican estas formas de pensar o estas creencias, más tratamos de ocultarlas y esto perjudica la sanación.

Debemos hacernos conscientes de estas heridas ya que mientras más tiempo esperemos a sanarlas, pueden volverse más profundas. Bourbeau plantea que viviremos “las experiencias una y otra vez hasta que podamos aceptarlas y amarnos a través de ellas». Pero no podemos desconocer que hacerle frente a todo esto exige mucho valor, porque inevitablemente tocamos antiguas heridas que pueden hacernos sufrir mucho.

Veamos algunas características de estas heridas y de las máscaras que se crean para no verlas, sentirlas ni percatarse de ellas:

 

El rechazo

El rechazo es una herida muy profunda, ya que quien la sufre se siente rechazado en su interior y, sobre todo, siente rechazo con respecto a su derecho de existir.

Lise Bourbeau plantea que mientras la herida no sane por completo, se activará fácilmente una y otra vez. La persona que se siente rechazada no es objetiva, pues interpreta lo que sucede a su alrededor a través del filtro de su herida, y se siente rechazada aun cuando no lo sea.

Desde el instante en el que el bebé comienza a sentirse rechazado, empieza a crear una máscara de HUIDA. La primera reacción de la persona que se siente rechazada es huir.

Como ejemplo tenemos el bebé no deseado o el bebé que nace del sexo contrario al que han deseado sus padres. Sin duda, hay muchas razones por las que uno de los progenitores o cuidadores puede rechazar a su hijo/a; pero también es común que el progenitor no haya tenido la intención de rechazar a su hijo, y que él mismo se sienta rechazado y lo manifieste inconscientemente a la menor oportunidad, ya sea al escuchar un comentario descortés o cuando vive la impaciencia o la ira.

Bourbeau nos dice que aquel que fue rechazado no se otorgó el derecho a ser niño. Se esforzó en madurar rápidamente, creyendo que así se le rechazaría menos. Es por eso que su cuerpo, o una parte de éste, es infantil.

La MÁSCARA HUIDIZA es la personalidad o el carácter que se desarrolla precisamente para evitar el sufrimiento de la herida de rechazo

La persona huidiza es aquélla que duda de su derecho a existir; intentará toda la vida no ocupar demasiado lugar, se anula, se INFRAVALORA; debido a ello, necesita a toda costa ser perfecto y obtener reconocimiento ante sus propios ojos y ante los de los demás. Prefiere la SOLEDAD, pues si recibe mucha atención teme no sabe qué hacer. No se percibe como un individuo completo porque no ha conquistado el amor del progenitor en cuestión.

Con el tiempo, puede volverse rencoroso, y en ocasiones llegar al odio, porque su sufrimiento es verdaderamente intenso.

Un niño huidizo puede verse sumamente frágil. Por ello, en general la reacción de la madre es la de protegerlo en exceso. Para este niño, ser amado se convierte en «sentirse sofocado». Así, más adelante, su reacción consistirá en rechazar o huir cuando alguien lo ame por su temor a sentirse asfixiado.

Es tal el miedo a revivir el dolor asociado a cada herida, que por cualquier medio evitamos confesarnos a nosotros mismos que si vivimos el rechazo es precisamente porque nosotros mismos nos rechazamos.

Es muy importante aceptar que, aun si te rechazan, es tu herida que no ha sanado la que en realidad atrae hacia ti este tipo de situaciones.

Recuerda que el origen de cualquier herida proviene de la incapacidad de perdonar lo que nos hacemos o lo que los demás nos han hecho. Por lo general, nos resulta difícil perdonamos porque somos incapaces de comprender por qué tenemos resentimientos. Cuanto más importante sea la herida de rechazo, más significará que te rechazas o que rechazas a otras personas, situaciones o proyectos.

 

Miedo al Abandono

Puede llegar a ser muy doloroso y traumático para un niño sentir miedo de estar solo, aislado y desprotegido ante un mundo que no conoce. Recordemos que en los primeros años de vida dependemos absolutamente de otro para sobrevivir y si este “otro” no está, puede significar la muerte. No somos como otros mamíferos que nacen más independientes.

Entonces, es probable que el niño/a que ha sufrido ABANDONO, cuando adulto/a intente prevenir volver a sufrirlo.

¿Te parece conocido “te dejo antes de que tú me dejes a mí”? Esto puede estar respondiendo al temor que le ocasiona revivir el sufrimiento de un abandono.

Quienes sufren abandono consideran que no son queridos. La máscara que se crea el humano para intentar ocultar su herida es la del DEPENDIENTE. El dependiente cree que no puede lograr nada por sí mismo, y por tanto, tiene necesidad de alguien más como sustento.

Su principal temor es a la SOLEDAD, ya que está convencido de no poder soportarla. está dispuesto a aguantar situaciones muy difíciles en lugar de ponerles fin. Su temor es «¿Qué voy a hacer solo? ¿Qué será de mí? ¿Qué me sucederá?». Por ello se acoge en los demás y hace todo lo posible por llamar la atención. Lo que está intentando en realidad es sentirse lo suficientemente importante como para recibir apoyo, y cuando recibe apoyo, se siente ayudado y amado.

 

La TRISTEZA es la emoción más intensa que experimenta el dependiente y para no sentirla, busca la presencia de otros. Sin embargo, es capaz también de irse al extremo opuesto; es decir, de alejarse o apartarse de la persona o la circunstancia que le causa esa tristeza o ese sentimiento de soledad.

Lo que se oculta tras la sensación de aislamiento es que inconscientemente se cierra a ese algo o a ese alguien que tanto desea tener a su lado, terminando por sabotear su propia felicidad. Tan pronto se intensifica una relación, se las arreglan para ponerle fin. No se abre para recibir o para aceptar esa situación o persona por temor a no poder enfrentarla.

Hace demasiadas maniobras para ser lo que los demás quieren que sea y vive a la sombra de las personas que ama.

Por lo tanto, es clave trabajar para sanar esta herida y para ello se debe abordar el miedo a la soledad. También percatarte de los momentos en que eres tú mismo… al hacerlo, te será posible ser el amo de tu vida en lugar de dejarte dirigir por tus temores. Recuerda que la causa principal de cualquier herida proviene de la incapacidad de la persona para perdonar lo que se ha hecho a sí misma o lo que ha hecho a los demás. La herida de abandono significa también que te has abandonado a ti mismo o que abandonas a los demás, las situaciones o los proyectos.

Pronto te contaremos de las otras heridas.

Ref. Libro “Las cinco heridas que impiden ser uno mismo” Lise Bourbeau

Por Michelle Oberreuter Gallardo

Los efectos en tus hijos del ‘rincón de pensar’ y otros castigos

Los efectos en tus hijos del ‘rincón de pensar’ y otros castigos

Aislar e ignorar física y afectivamente al niño sólo logran que obedezca por miedo

Una madre encadena a una farola a su hija de ocho años por faltar a clase, era el titular de la noticia publicada en este medio hace unos días. Estoy convencida de que la mayoría de los padres y madres que la leyeron pensaron que era una barbaridad. Sin embargo, y conviniendo con todos en que efectivamente lo es, yo quiero hoy hablar de otras formas de maltrato infantil cotidianas, normalizadas, asumidas por la mayoría de los que educan y que llamamos eufemísticamente castigo.

La forma en que castigamos a nuestros niños ha evolucionado en los últimos años, en los que el castigo físico es cada vez menor y peor visto, porque además es ilegal. Sin embargo, han aparecido formas aparentemente más benignas, como la famosa y generalizada “silla o rincón de pensar”. Este engendro gestado y parido por el conductismo más mohoso y maquillado no es otra cosa que el famoso tiempo fuera (time out) disfrazado de moraleja reflexiva. De todos los que somos padres o educadores es sabida la capacidad de reflexión que tiene un niño de tres o cuatro años sobre un suceso o una conducta inadecuada. Hagan el experimento y pregunten a un niño qué ha estado pensando después de estar un rato sentado en la silla de “pensar” y sin riesgo a equivocarme la mayoría le dirá que solo a que pasara el tiempo y le dejaran continuar su vida.

Eso, en el mejor de los casos, porque la silla de pensar es la silla del resentimiento y la confusión. Es una técnica punitiva, se trata de una expulsión o aislamiento del niño sin dotarle de ningún tipo de herramienta para que aprenda a gestionar el conflicto. Un niño no sabe pensar si no es guiado y acompañado con un adulto y desde luego, nadie puede pensar inundado de ira o de frustración. Aislar e ignorar física y afectivamente a un niño no educa. Por el contrario, contenerle, ayudarle a calmarse (respiración, frasco de la calma, un cojín preferido, un abrazo si se deja, unas cuantas carreras…), para después guiarle hacia una reflexión sobre lo ocurrido y tratar conjuntamente de encontrar una mejor manera de hacer las cosas, sí educa. Porque no se trata solo de decirle lo que no es correcto, sino de mostrarle caminos alternativos al mal comportamiento. Incluso pueden utilizarse recursos como teatralizar la situación con las nuevas estrategias para que “ensaye” su puesta en marcha, o darle al botón imaginario del retroceso para tener la oportunidad de esta vez, hacerlo bien. Ellos necesitan saber cómo y es nuestra responsabilidad ayudarles. No expulsarles.

Nos han entrenado durante generaciones para pensar que el castigo, adecuadamente suministrado, es educativo. Y no lo hemos cuestionado. Desde la ciencia conductista que experimenta con perros y ratas de laboratorio, nos dijeron que el castigo modifica la conducta. Y es verdad. Al menos, en el caso de las ratas y los perros. La cuestión es que modificar la conducta no es educar, es adiestrar. Es hacer que el otro haga lo que es presuntamente correcto por miedo y por sumisión porque estoy ejerciendo una acción punitiva sobre él.

Hemos normalizado grandes dosis de violencia contra los niños en nombre de su educación, en el peligroso “por su bien”. Forma parte de la cotidianidad de los hogares la amenaza, la violencia verbal, el silencio, el chantaje, la sumisión. Hablo de una sociedad que entiende la educación y la crianza de forma vertical donde yo adulto, tengo la prerrogativa de administrar la dosis de respeto y dignidad hacia ti que por ser menor y/o saber menos que yo, estás por debajo. Hablo de una sociedad profundamente adultocentrista y violenta en su forma de vincularse y ejercer el poder. Hablo de miles de generaciones que han transmitido todo esto como la sangre que nos corre por las venas sin cuestionamiento alguno, porque cuestionar eso era cuestionar a quien lo ejerció sobre nosotros.

Las consecuencias del castigo

Pero además de que el castigo, en cualquiera de sus variantes, atenta contra la dignidad de quien lo recibe, intoxica el vínculo padre-hijo, produce resentimiento, anula el criterio, genera indefensión, conductas evitativas, y violencia, fragiliza una autoestima en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista e ineficaz de educación, que ya no defenderían ni los conductistas más radicales. Se trata de un modelo aprendizaje que corresponde al siglo pasado y experimentado inicialmente con animales, para generalizarlo después al comportamiento humano. El castigo modifica la conducta, es efectista y nos encanta porque crea el espejismo de que hemos sido capaces de corregir aquello que el niño ha hecho mal, víctimas de la inmediatez de todo lo que hoy nos ocupa. Educar es una carrera de fondo, que consiste básicamente en sembrar la motivación intrínseca en el propio niño para hacer lo que ha de hacerse. Con los castigos no se interioriza el aprendizaje a largo plazo, los niños solo obedecen por miedo y se dejan fuera las variables emocionales y cognitivas, que son básicamente el barro del que estamos hechos.

Se trata de construir cimientos sólidos desde dentro, no convertir a nuestros hijos en marionetas manejadas por la aprobación o desaprobación del entorno, siendo capaces de estimular el criterio propio y el sentido de la dignidad. Se trata de romper un círculo vicioso transmitido por generaciones donde hemos creído que para educar es necesario violentar, coartar, rescindir, amenazar, mientras que simultáneamente les ahorramos por sobreprotección la posibilidad de experimentar las consecuencias del error, construyendo sin querer una sociedad individualista, poco empática que nunca se pregunta el porqué de una mala conducta y solo tiende a eliminarla. Si educamos en el resentimiento obtendremos adultos con deseos de venganza que la ejercerán en cuanto se les brinde el poder para ello: como padres, como jefes, como vecinos, como individuos en definitiva que se relacionan con ese oscuro lugar.

La pregunta obvia entonces es que si no disponemos de esta herramienta tan socorrida para combatir el mal comportamiento, ¿cómo lo hacemos? Yo abogo por un modelo educativo basado en la prevención y en la comunicación emocional. Un modelo donde, por supuesto, hay límites razonados y donde no evito que el niño sienta las consecuencias naturales de un mal comportamiento. Son estas las que nos servirán de vehículo para la reflexión, acompañada y el aprendizaje a través de la experiencia, único aprendizaje verdadero que conduce al crecimiento sano y a la madurez. Un modelo que pone más luz en lo que se hace bien que en el error, un modelo donde dicho error es un recurso genuino y valioso para el aprendizaje, no algo a combatir.

Por Olga Carmona.

Fuente: www.elpais.com

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