El objetivo de cualquier terapia siempre es el cambio. Y es fácil preguntarse si, al conseguir esa transformación, no estarás perdiendo también tu personalidad.
Puede parecer una pregunta absurda, rebuscada incluso, pero me la he hecho a mí misma demasiadas veces como para poder contarlas.
Y me consta que no soy la única. Somos muchas las personas con problemas de salud mental y emocional que nos preguntamos si, perdiendo aquello que nos ha definido durante más o menos tiempo, perderemos nuestra personalidad. Nuestra unicidad.
Me explico: no es que yo crea, ni haya creído, que no soy más que mi inestabilidad, mi caos, mis prontos, mis miedos y mi desolación. No es que yo me alegre (cómo iba a hacerlo) de ser una persona que se ha dejado arrastrar por conductas adictivas y auto-destructivas, que ha puesto en riesgo su propia vida; no, no es eso lo que me da miedo perder.
Pero, a veces, me he preguntado y tengo que reconocer, hasta me lo sigo preguntando; si, acaso, perdiendo todo eso, perdería mi sensibilidad, mi empatía, mi emotividad.
Estas creencias en apariencia irracionales no surgen de la nada, sin embargo. Durante años, hemos visto invalidadas nuestras vivencias, nuestras formas de experimentar el mundo y sus conflictos, de mayor o menor “gravedad”; siempre se nos ha dicho que somos demasiado sensibles, que exageramos, que dramatizamos.
A veces, parece que la única forma correcta de “recuperarse” o, al menos, de empezar a vivir mejor sea renunciar a nuestras formas de experimentar el mundo
Pero no se trata de eso. No se trata de perder nuestras personalidades y, menos aún, fortalezas tan vitales, tan cruciales para vivir e incluso para construir una sociedad mejor como lo son la sensibilidad y la capacidad de ponerse en la piel de la otra persona, la compasión también (y, cuando hablo de la compasión, no me refiero a la lástima ni a la pena).
Se trata, más que de renunciar a nuestras formas de experimentar el mundo, de cambiar nuestras formas de reaccionar a este mismo mundo.
Es decir que, si yo soy una persona especialmente sensible, más allá de los motivos o experiencias que haya detrás de esta sensibilidad en mí; no se trata de que deje de llorar cuando siento ganas de llorar, o de emocionarme con facilidad tanto por todo aquello que me construye como por todo aquello que me destruye por dentro.
Se trata de que estas emociones tan auténticas, tan primarias, no vayan ligadas a conductas impulsivas y dañinas para mí y para las personas que me rodean.
Y es que algo que he aprendido en terapia es, precisamente, que renunciar a la inestabilidad emocional tan dañina y nociva que lleva chupándome las ganas de vivir ya años no implica convertirme en una “ameba emocional” (así lo dice mi psicóloga). No, lo que implica dejar atrás la inestabilidad que me perjudica, que nos perjudica; es encontrar un cierto equilibrio.
Equilibrar nuestras emociones pero, sobre todo, nuestras reacciones
Así que yo me niego, me niego rotundamente a renunciar a aquello que me hace ser quien soy; pero, especialmente, a renunciar así a todo aquello que me permite entender, comprender, confortar, consolar y emocionarme, en definitiva.
Pero me niego también, por supuesto, a vivir toda mi vida entre atracones y ayunos; entre el todo o la nada, entre la intensidad mortífera y la apatía paralizante. Quiero sentirme mejor, quiero encontrar un equilibrio.
Quiero conocer, en definitiva, la estabilidad; y trabajo, en terapia y con mis amigas, por mi cuenta también por definir lo que esta estabilidad significa para mí. En mis propios términos. Y después, por experimentarla, por acostumbrarme a ella.
Porque no se trata de perdernos a nosotras mismas en favor de una vida menos peligrosa
Tus únicas opciones, mis únicas opciones, nuestras únicas opciones, en definitiva; no son el peligro o la indiferencia. Se trata de aprender a sobrellevar nuestra emocionalidad, nuestra emotividad, de forma que aprendamos al mismo tiempo a validar nuestras reacciones emocionales “disparadas” según esta sociedad y a no dejar que esas mismas emociones sean el único faro que nos guía.
Se trata, como escribía antes, de dejarnos a nosotras mismas conocer el equilibrio; nunca de desconocer la emotividad.
Porque el equilibrio y la emotividad no son, nunca, elementos opuestos. Nuestras emociones nunca han sido nuestras enemigas; nuestras únicas enemigas, en todo caso, han sido y son las personas que no nos permiten sentir en nuestros propios términos y nuestras propias reacciones desesperadas ante una sociedad, un entorno que no nos proporcionaba herramientas para aprender a sobrellevar esas emociones.
Para aprender a ser, al mismo tiempo, emocionales y estables.
Fuente: mentesana.es
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