Debo ser valiente para permitirme llorar, pedir que me cuiden y mostrarme tal y como soy. Exponernos y valorar lo que sentimos es un maravilloso camino.

Mostrarse vulnerable es un acto de valentía en un mundo que pone las emociones (por venir necesitando de cuidados) en un segundo plano y la productividad en el primero.

Y es que, desde los feminismos (al menos desde la cara al público que se hace más famosa, o desde las corrientes hegemónicas); incluso desde el activismo por la salud mental, a veces me da la impresión de que se reivindica que debemos ser fuertes bajo cualquier circunstancia.

Pues no. Tengo derecho a resbalar. Incluso a caer. Tengo derecho a llorar hasta inundar mi habitación entera. Y a que me duela todo lo que te puede doler porque me han hecho daño, también. Porque he sido tan, tan valiente que me he abierto a alguien que ha decidido luego aprovecharse de esa confianza para herirme. Pero mi valentía no me la quita nadie.

Y claro que somos fuertes, las personas que atravesamos etapas más o menos crónicas de sufrimiento psicológico en general y las mujeres que lo hacemos en particular.

Y claro que somos fuertes. Convivimos diariamente con impulsos suicidas mientras nos gritan guarradas por la calle. Mientras nos violan sistemáticamente nuestras propias parejas. Mientras nos venden tallas diminutas y nos bombardean con anuncios que fomentan un canon de belleza que se está llevando demasiadas vidas por delante.

Y claro que somos fuertes. Nos dan ataques de ansiedad, hiperventilamos, rompemos a llorar. Los delirios persecutorios nos persiguen, y qué decir de sus amigas las paranoias. A veces, incluso alucinaciones y mil “síntomas” más que van desde los denominados “trastornos de personalidad” hasta el estrés post-traumático.

Y mientras tanto, somos mujeres. Algunas limpian, crían, cuidan, educan. Otras estudiamos. Otras trabajan. Muchas, todo a la vez. Muchas, aguantando violencias más o menos sutiles, más o menos directas que atentan contra nuestros cuerpos y espíritus en nuestro día a día.

Pero yo creo que de lo más importante que he aprendido de ser mujer en un mundo de hombres, de sentir de forma diferente en un mundo en que impera la norma sobre la forma en que “nuestros cerebros deben funcionar” (sobre la forma en que debemos sentir); ha sido que en la emotividad reside muchísima fuerza. Que el cariño, la compasión, la comprensión son claves para construir otro mundo que no nos asesine por activa y por pasiva.

Porque sí, quiero un mundo en que los hombres sean capaces de exteriorizar las emociones asociadas a la mujer sin ser tildados de “nenazas” en otro claro ejemplo de machismo; pero sobre todo, quiero un mundo en que no haga falta parecerse al modelo de hombre que nos han vendido, que nos han inculcado para que se reconozca nuestra fortaleza. Nuestra resistencia. Nuestra resiliencia.

Y para empoderarnos, está claro que tenemos que permitirnos a nosotras mismas (y sobre todo la sociedad en general debe permitirnos) acceder a algunos de los roles asociados a los hombres como pueden ser la asertividad o la defensa propia.

Pero al final del día, no basta con gritar más alto y saber cinco llaves de artes marciales; como reflexionaba hace poco, es tan importante la labor de la mujer que te defiende físicamente del hombre anónimo que te agrede sexualmente en una fiesta como la de la que te consuela después y seca tus lágrimas y acuna tu pena y tu rabia.

¿Que qué tiene que ver esto con la salud mental? Pues mucho. Porque parece que vivimos todos convencidos de que estar triste es “malo” (y eso daría para diez artículos más).

Cuando estar triste es natural, es un proceso vital más, y por supuesto que puede ser peligroso y hasta nocivo si se alarga en el tiempo y se gestiona de formas insanas y dañinas; pero suprimir la tristeza, no permitirnos llorar, obligarnos a “endurecernos” como si estuviéramos hechas de cemento cuando el cuerpo humano se compone en un 70% de agua es una forma más de auto-engañarnos y dejarnos engañar por el resto.

Seamos sinceras: todas estamos tristes, al menos, a veces. Todas tenemos ganas de llorar, o no; porque lo podemos exteriorizar de muchas, muchísimas formas. Y todas pasamos por lutos, por duelos, más o menos obvios, más o menos duros.

Y si no nos permitimos sufrir, si acorralamos el sufrimiento, el sufrimiento acabará por acorralarnos a nosotras.

Fuente: mentesana.es

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