Durante el siglo XIX, más de la mitad de los lactantes recluidos en las inclusas morían durante su primer año de vida de una afección denominada marasmo, palabra de origen griego que significa «consunción». La enfermedad también se conocía como debilidad o atrofia infantil.
En fecha tan tardía como la segunda década del siglo XX, la tasa de mortalidad en los lactantes menores de 1 año en diferentes inclusas de Estados Unidos era casi del cien por cien. En su informe de 1915 sobre las instituciones infantiles de diez ciudades distintas, el doctor Henry Dwight Chapin, distinguido pediatra de Nueva York, hizo la asombrosa declaración de que en todas las instituciones, excepto en una, todos los niños menores de 2 años fallecían.

Durante la reunión que la Sociedad Americana de Pediatría celebró en Filadelfia, los distintos participantes en la discusión sobre el informe del doctor Chapin corroboraron los descubrimientos de éste a partir de sus propias experiencias. El doctor R. Hamil señaló, con lúgubre ironía: «Tuve el honor de estar relacionado con una institución de esta ciudad de Filadelfia cuya mortalidad entre los menores de 1 año, cuando la institución los admitía y retenía durante cierto tiempo, era del cien por cien». El doctor R. T. Southworth añadió: «Puedo ofrecer el ejemplo de una institución de la ciudad de Nueva York, que ya no existe, donde, a raíz de la muy considerable mortalidad entre los lactantes admitidos, se acostumbraba a anotar en la ficha de ingreso que la condición del niño era la de desahuciado y así cubrirse las espaldas por lo que pudiese pasar». Finalmente, el doctor J. M. Knox describió un estudio que había realizado en Baltimore: de los doscientos niños admitidos en distintas instituciones, casi el 90 % falleció a lo largo de un año. El 10 % superviviente, afirmó, consiguió sobrevivir porque salía de las instituciones durante breves períodos bajo la tutela de padres adoptivos o parientes.

Tras reconocer la aridez emocional de las instituciones infantiles, el doctor Chapin introdujo el sistema de alojar a los bebés en los hogares de padres adoptivos, en lugar de dejarlos en los osarios que eran las instituciones públicas. No obstante, fue el doctor Fritz Talbot de Boston quien importó de Alemania, país que había visitado antes de la Primera Guerra Mundial, la idea de «Ternura, Cariño», no tanto en palabras como en la práctica.

Durante su estancia en Alemania, el doctor Talbot visitó la clínica infantil de Dusseldorf; el doctor Arthur Schlossmann, el director del centro, le mostró los pabellones. Éstos estaban pulcros y ordenados, pero lo que despertó la curiosidad del doctor Talbot fué una anciana obesa que llevaba un bebé diminuto en la cadera. «¿Quién es?», preguntó el doctor Talbot, y el doctor Schlossmann replicó: «Oh, ella. Es la Vieja Anna. Cuando hemos hecho todo lo médicamente posible por un bebé y sigue sin mejorar, recurrimos a la Vieja Anna, que nunca falla».

Sin embargo, toda Norteamérica se hallaba bajo la influencia de las dogmáticas enseñanzas de Luther Emmett Holt sénior, profesor de Pediatría en la Policlínica de Nueva York y en la Universidad de Columbia. Holt fue el autor de un folleto, The Core and Feeding of Children, que se publicó por primera vez en 1894 y se hallaba en su quinceava edición en 1935. Durante su prolongado reinado, se convirtió en la autoridad suprema del tema, algo similar a lo que sería el «doctor Spock» en la década de 1960. En este folleto el doctor Holt recomendaba la abolición de la cuna-mecedora, no tomar en brazos al bebé cuando lloraba, alimentarlo a horas predeterminadas, no mimarlo con demasiado contacto físico y, aunque la lactancia materna era el régimen de elección, no descartaba el biberón. Ante esto, la idea de aplicar cuidados tiernos y cariñosos se habría considerado «muy poco científica», por lo que ni siquiera se mencionó, aunque, como hemos visto, en lugares como la clínica infantil de Dusseldorf ya había recibido cierto reconocimiento en fecha tan temprana como la primera década del siglo XX.

Pero no fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se llevaron a cabo estudios para hallar la causa del marasmo, cuando se descubrió su considerable frecuencia entre niños de las «mejores» familias, en hospitales e instituciones, entre lactantes que supuestamente recibían la «mejor» y más esmerada atención física. Se hizo aparente que los bebés de los hogares más pobres, con una buena madre, solían superar las desventajas físicas y medrar a pesar de las escasas condiciones higiénicas. Lo que faltaba en el entorno esterilizado de los bebés de clase alta y recibían generosamente los de clases inferiores era amor materno. Tras reconocerlo a finales de la década de 1920, varios hospitales pediátricos empezaron a introducir un régimen regular de cuidados maternales en sus pabellones. El doctor J. Brenne-mann, que durante cierto tiempo había trabajado en una anticuada inclusa donde «la mortalidad se acercaba más al 100% que al 50 %», estableció en su hospital la regla de que debía cogerse a los bebés en brazos, pasear con ellos y ofrecerles cuidados maternales varias veces al día.

En el Hospital Bellevue de Nueva York, donde se instituyeron estos cuidados maternos en los pabellones pediátricos, las tasas de mortalidad de los lactantes menores de 1 año pasaron del 30-35 % a menos del 10 % en 1938.

Se descubrió que, para prosperar, el niño necesitaba que lo tomasen en brazos, lo pasearan, lo acariciaran, abrazaran y arrullaran, incluso aunque no se le amamantase. Son el contacto, los abrazos, las caricias, los cuidados lo que aquí se pretende resaltar, porque parece que, incluso en ausencia de poco más, son las experiencias tranquilizadoras básicas que el lactante debe disfrutar para sobrevivir de forma saludable. La privación sensorial extrema en otros aspectos, como la luz y el sonido, pueden sobrellevarse, siempre y cuando se mantengan las experiencias sensoriales cutáneas.

Todos los niños fallecieron

Se ha documentado que el emperador de Alemania Federico II (1194-1250), denominado en su época stupormundi («asombro del mundo»), aunque sus enemigos se referían a él en términos menos favorecedores, quería descubrir qué lengua usarían y cómo hablarían los niños si se criaran sin hablar con nadie. Así que ordenó a madres adoptivas y nodrizas que amamantaran y aseasen a los niños pero que no les hablasen, pues el emperador quería saber si las criaturas hablarían en lengua hebrea, la más antigua, o en griego, latín o árabe, o quizás en la lengua de sus progenitores. Pero fue una labor vana, ya que todos los niños fallecieron; no pudieron vivir sin las caricias, los alegres rostros y las palabras cariñosas de sus madres adoptivas. Por este motivo, las denominadas «canciones de cuna» que las mujeres cantan a los pequeños para que se duerman, son imprescindibles para que el sueño del niño sea reparador.

Y así lo describen las palabras de Salimbene, historiador del siglo XIII: «No pudieron vivir sin las caricias…» Esta observación es el primer comentario conocido sobre lo esencial del contacto y la estimulación cutánea para el desarrollo del niño. Sin duda, el conocimiento de la importancia de las caricias para el niño es incluso muy anterior. [10]

Como ha escrito el doctor Harry Bakwin, uno de los primeros pediatras que reconoció la importancia de ofrecer cuidados maternales a los niños en los hospitales: «En el joven bebé, las sensaciones táctiles y cinestésicas parecen las más importantes. Los lactantes se tranquilizan de inmediato cuando se les acaricia y se les da calor, mientras que lloran en respuesta a estímulos dolorosos y ante el frío.”

Ashley Montagú
Extraído del libro “El tacto. La importancia de la piel en las relaciones humanas”.

Fuente: saludmentalperinatal.es

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