María González, psicóloga especialista en Obesidad y Sobrepeso

Factores socioculturales y familiares en la expansión y mantenimiento.

En la actualidad, la obesidad es ya considerada como una de las principales causas de morbilidad y mortalidad en Occidente y su prevalencia está aumentando tanto en países desarrollados como en aquellos que se encuentran en vías de desarrollo.

Un equipo internacional de científicos, impulsados por la Fundación Bill y Melinda Gates, llevó a cabo un enorme estudio en el que observaron a 68,5 millones de personas en 195 países del mundo durante un periodo de 25 años (1990-2015).

Según el estudio, los niveles de actividad física comenzaron a disminuir antes de que se disparasen las cifras globales de obesidad, lo que significa que la alimentación es la principal responsable.

Multinacionales de comida rápida han llegado a prácticamente todos los rincones del mundo con sus platos y bebidas llenos de calorías y pobres en nutrientes. Los han vendido baratos y los han hecho más accesibles que sus alternativas, los productos no procesados, las frutas y las verduras, sobre todo en las ciudades.

Y esto explica en parte la clave del problema: comemos más calorías por persona, con comidas más procesadas y pesadas, raciones más grandes y bebidas azucaradas para acompañar. Es decir, que aunque hacer ejercicio tiene indudables beneficios para la salud, la principal causa de obesidad es la alimentación y ahí es donde hay que enfocarse, sobre todo, en lo que se refiere a políticas públicas contra la obesidad.

Siguiendo a Mennell y su concepto de “civilización del apetito” en relación a la domesticación social del modo de comer, Gracia M. señala cómo en los últimos cincuenta años este proceso de civilización se ha intensificado, lo que da como resultado cuatro fenómenos distintos, pero estrechamente vinculados:

  • El establecimiento del peso corporal ideal y las normas dietéticas.
  • La construcción de la delgadez como un atributo de la salud y de la distinción social.
  • El reconocimiento de la obesidad como una enfermedad.
  • La transformación de la salud y el cuerpo en factores socioeconómicos y, por lo tanto, en oportunidades de negocio.

La creación de un patrón estético ideal “occidental”, que ensalza la delgadez como modelo a seguir y que marca en nuestras sociedades la pauta cultural de lo que es un cuerpo atractivo y de lo que no lo es, favorece el conflicto de carácter social y psicológico en aquellos individuos que se apartan de la norma establecida.

Como expresa De Garine, el concepto de cuerpo establecido es muy difícil de conseguir y de mantener en el marco de unos estilos de vida como los que se dan actualmente en nuestros contextos urbanos e industrializados; y estas situaciones llevan a los sujetos a un estado patológico y culturalmente estigmatizado que es difícil de superar.

Tras la Primera Guerra Mundial, principalmente en Estados Unidos, se empezó a institucionalizar el cuerpo “bello”. De tal forma, la sociedad ha recibido y recibe señales ambivalentes: el cuerpo es malo y es bueno, hay que castigarlo y hay que cuidarlo, es enemigo y es aliado, es hermoso y es horrible.

En los pacientes con obesidad, frecuentemente se escuchan comentarios como: “Yo sé que comer tanto pan dulce me hace daño, pero no puedo evitarlo, porque me hace sentir bien”. Es decir, por un lado, es algo deseado, pero por otro lado amenaza la salud. Las personas con sobrepeso u obesidad se refieren a los alimentos no solamente como sabrosos, sino como algo que no pueden dejar, como una protección, un proveedor de bienestar emocional o un castigo y una fuente de culpa.

Voznesenkaya y Vein (2002) demostraron que el 60% de las personas obesas expuestas al estrés psicológico sufren hiperfagia como una forma patológica de defensa, acompañada de personalidades inmaduras, con rasgos ansiosos y depresivos. A esta alteración de la conducta se le denominó “conducta alimentaria emocional” o hiperfagia al estrés, cuando la ingestión de alimentos no se relaciona con la sensación de hambre, sino con malestar psicológico (aburrimiento, angustia o dificultad para resolver los problemas). La obesidad en este caso puede ser considerada como el síntoma o la consecuencia de un problema de ajuste psicológico y social.

Debido a que se propone que la obesidad no es el resultado de una cadena lineal causa-efecto, sino que es la interacción entre factores y componentes de un sistema, la familia debe considerarse parte de la problemática. La familia actúa como un contexto genético y ambiental para el individuo obeso, por esto los padres pueden influir en las conductas alimentarias de sus hijos directamente a través del proceso de modelamiento, particularmente de actitudes y conductas con respecto a la comida y al peso.

El ambiente familiar puede contribuir al desarrollo de la obesidad. Los estilos de vida de los padres influyen en el desarrollo de las preferencias alimentarias, en la exposición a estímulos de comida y en la habilidad de los pacientes para regular su selección e ingesta, logrando establecer el ambiente emocional, nutricional y de actividad física en el que puede o no desarrollarse la obesidad. Los padres y demás miembros de la familia disponen y planean un ambiente común y compartido que puede ser conductor de la sobrealimentación o de un estilo de vida sedentario. Los miembros de la familia sirven como modelos y refuerzan y apoyan la adquisición y mantenimientos de las conductas alimentarias y de ejercicio.

Resulta inadecuado para el tratamiento del obeso que sus familiares compren y lleven a casa alimentos inapropiados para el seguimiento de la propuesta de dieta. En la medida que exista congruencia entre los objetivos del paciente y de su familia será más fácil el cambio y, por consiguiente, el mantenimiento de este nuevo estilo de vida.

Ya que la familia en ocasiones promueve la obesidad de sus miembros desde la infancia, al ofrecer alimentos para distraer la atención de los niños, brindarles golosinas en los momentos en que están “ocupados” y no pueden atenderlos o los premian con pasteles, dulces chocolates y helados, comprar alimentos “prohibidos” o tentadores para los pacientes. Por esto, convivir durante los horarios de alimentación, poner límites y compartir los alimentos en familia favorece el instituir buenos hábitos en todos los integrantes. Lo más conveniente es que el paciente sea responsable de seguir las recomendaciones de la dieta, supervisado por el equipo multidisciplinar y acompañado en el proceso por su familia, quienes deben estar convencidos y de mutuo acuerdo con todas las medidas que se llevarán a cabo para alcanzar el éxito del tratamiento.

Fuente: centta.es

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