Cuando comemos de forma impulsiva, lo que buscamos llenar no es nuestro estómago, sino el anhelo del cariño que nos faltó en la infancia. ¿Cómo aprender a amar y nutrir nuestro cuerpo?
Dado que al nacer dependemos totalmente de los cuidados maternos para nuestra supervivencia, esperaremos estar completamente envueltos, tocados, acariciados y protegidos por un cuerpo caliente que nos ampare. Cuando eso no acontece, sentimos que nuestro entorno es hostil: no somos amados en la medida de nuestras expectativas.
Según cómo hayan sido esas sensaciones de cobijo, amparo, distancia afectiva o soledad, vamos incorporando las vivencias a través de la experiencia corporal.
Planteado así, será posible comprender la relación con nuestro propio cuerpo desde una mirada global y realista, porque el vínculo con nuestro cuerpo comenzó apenas nacimos, tengamos recuerdos de ello o no.
La sensación de ser amados o rechazados nada más nacer se hace palpable en nuestro cuerpo, positiva o negativamente. Así pues, unas primeras experiencias corporales confortables nos permiten una buena relación con el entorno, pero también con nosotras mismas a través de nuestro cuerpo, que es el campo de proyección inmediato de todas nuestras vivencias internas.
¿Cómo te llevas con tu cuerpo?
Aquello que nos ha acontecido durante nuestra primera infancia es lo que más se parece al confort, aunque objetivamente no haya sido placentero. Por eso, si el anhelo de contacto corporal nos ha hecho sufrir –justamente por falta de contacto con el cuerpo de nuestra madre–, esa experiencia hoy se traduce en la distancia concreta entre nosotras y nuestro cuerpo.
En este punto, subirse al carro de una moda de cuerpos extremadamente delgados hasta desaparecer también nos conviene. No solo porque respondemos a deseos ajenos –dinámica a la que ya estamos muy acostumbradas– sino porque “desaparecer” para que no duela es, además, una opción probada y confortable.
Creemos que para ser amadas, deberíamos ser una persona distinta de la que somos. Se actualiza el desprecio –vivido durante nuestra niñez– al no haber sido acogidas ni abrazadas con intensidad por el solo hecho de haber sido quienes éramos: niñas reales con necesidades reales y legítimas.
Por lo tanto, eso que somos nunca estará a la altura de las supuestas expectativas ajenas: daremos importancia a las imperfecciones del orden que sean, a las arrugas, a los kilos de más o de menos, a la piel, a los ojos, al cabello… En fin, la lista será interminable porque fantaseamos con que –si hubiéramos coincidido con un ideal externo– hubiéramos recibido el amor tan anhelado.
El único propósito es sufrir lo menos posible. Para ello hemos decidido pagar el precio de no ser dueñas de nuestro cuerpo, sino que se lo hemos regalado a quien quiera mirarlo.
En caso de ser madres, observemos si somos capaces de responder a las demandas de los niños pequeños o si huimos de los compromisos relativos a la disponibilidad corporal. Estas pequeñas reacciones están ligadas al modo en que vivimos nuestro propio cuerpo, ya sea con fluidez en el contacto o bien con distancia y dolor.
La comida como sustituto del alimento emocional
Es frecuente también que la comida se haya constituido en una sustancia de llenado afectivo, a falta de la cercanía emocional materna que hubiéramos necesitado.
- Una manera automática de llenar ese vacío es a través del impulso por comer más de la cuenta que aparece cuando nos sentimos mínimamente despreciadas, humilladas o no vistas. A veces basta un pequeño desencadenante para que la sensación de vacío o invisibilidad active la alarma. En general sucede cuando nadie nos ve. Este acto nos anestesia, es decir, tenemos la sensación que hay un yo externo que actúa. Luego hay un yo interno que mira sin poder hacer nada. Por eso la comida se adueña de la escena.
- La sensación posterior de derrota es enorme. Es similar a la derrota en el vínculo con nuestra madre, porque hemos quedado a merced de su distancia. En ese momento, el trozo de comida tiene un poder abrumador. Tanto como el que le hemos otorgado desde que fuimos niñas a nuestra madre, cuando obviamente no teníamos edad ni madurez psíquica suficiente para rechazar la única entidad nutricia que conocíamos.
- Después nos sentimos las personas más detestables del mundo. Con razón nadie (mamá) nos quiere. Sabemos que hemos sido poseídas por una fuerza externa y no hemos tenido fuerza para decir que no. Una vez más han hecho con nosotros lo que han querido y en ese torbellino de deseos ajenos hemos dejado de existir.
- Luego, la reacción más frecuente es el aislamiento. Y si nos quedamos solas, el vacío y la soledad aumentarán nuestra necesidad de llenado y lo que tendremos a mano será más comida. El circuito queda establecido.
Recuperar el amor propio
La mejor manera para decidir si deseamos comer un alimento o no es estando con alguien cariñoso y cercano. Los atracones son la confirmación de la soledad que nos abruma.
En cambio, cuando logramos fluir en un vínculo amoroso, dejamos de estar desesperadas. Sepamos que la batalla no es contra el alimento, sino contra el anhelo de haber sido amadas. Ahora somos adultas y nuestra madre real ya no importa. Lo que importa es la conciencia que tenemos sobre nuestras experiencias pasadas y la posibilidad de ingresar en vínculos actuales placenteros.
A fin de cuentas, estamos abordando la real y desesperada necesidad de cariño. Todo lo demás es un malentendido.
Está claro que quienes estemos más desposeídas de nuestro propio cuerpo seremos más vulnerables a las imposiciones sociales. El apuro por agradar y por ser valiosas en la medida que el otro nos acepte nos deja sin cuerpo, sin alma, sin rumbo. Solo nosotras mismas podremos decidir ser esta persona que somos y este cuerpo maravilloso y perfecto que poseemos.
Fuente: cuerpomente.com
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