Si de niños nuestras emociones no fueron amparadas por nuestros padres, la sensación de soledad nos acompaña de por vida.
Una de las vivencias que más profundamente impacta en la autoestima de los niños es el haber sufrido desamparo emocional. Aunque no se le suele dar la misma importancia que a los maltratos más evidentes como los azotes o los gritos, su efectos, además de perdurables, son devastadores.
En los primeros años de vida, sentir que nadie nos atiende, que nadie se preocupa por nosotros (justo cuando más lo necesitamos), deja una profunda sensación de vacío y soledad que, si no es sanada, se arrastra de por vida.
El caso de Andrea ejemplifica perfectamente esta sensación de desamparo. Tenía 10 años cuando su madre enfermó. Hasta entonces, sus padres habían estado centrados en sus carreras profesionales y no tenían mucho tiempo para ella (apenas alguna salida el fin de semana o un corto viaje a ciudades cercanas).
Al hacer aparición la enfermedad de su madre, la situación fue a peor y la escasa atención que Andrea recibía se vio reducida hasta casi desaparecer. Su padre, se centró en cuidar a su madre y casi se olvidó de ocuparse de su hija.
Además, bajo la errónea idea de evitarles sufrimiento, no hablaba con ella de nada que tuviera que ver con la enfermedad, actuaba como si no pasara nada, como si ella no se percatara de la compleja situación de casa o no albergara ningún sentimiento o preocupación en su interior.
“Aquel día”, me comentó Andrea cuando vino a consulta, “sentí cómo mi corazón se rompió en mil cachitos, todo la admiración que sentía por mi padre se esfumó al escuchar cómo le decía a mi tía que no pasaba nada, que los niños no se dan cuenta de las cosas, que yo estaba perfectamente.
»Ramón, tenía diez años y me daba cuenta de todo ¿Cómo no me iba a afectar la enfermedad de mi madre? Cada vez que la veía sentada en su sillón llorando sin más, me angustiaba, me sentía morir, incluso, creía que la culpa de tanta pena debía ser mía seguro.»
»Yo la abrazaba y a veces también lloraba de pena, de ver tan triste a mi madre. Ella casi ni tenía fuerzas para hablarme y, si me veía llorar, lloraba ella más. Ni mi abuela (que vivía con nosotros) ni mi padre se daban cuenta de mi pena, se limitaban a darme de comer, preguntarme si había hecho los deberes y sentarme delante de la tele toda la tarde con una bolsa de chuches, así no daba la lata.
»También me daba cuenta de cuando mi padre volvía de su trabajo por la noche oliendo fatal a vino y hablando sin sentido. Qué desesperación, me sentía tan sola, siempre me siento tan sola y tan triste.
» A nadie le importo, pienso que no soy interesante, que soy vulgar y gris. Gris como los hombres aquellos de Momo, que chupan la vida a los demás pero no saben vivir. Cuando de pequeña leí Momo, pensé que yo era una niña gris, que al nacer le había chupado la alegría a mi madre y que por eso era una mujer tan triste.
»Cuando murió, también pensé que era por mi culpa, todavía lo pienso. Igual si yo no hubiera nacido, podía haber sido una mujer más alegre y feliz, como me contaba mi abuela que su hija era de pequeña.
Gracias al trabajo que realizamos en la consulta, Andrea pudo colocar en su lugar todo lo sucedido y esclarecer este trágico episodio de su vida. La joven se percató de que su padre debería haber hecho un esfuerzo por comprenderla, ampararla y acompañarla en este trance que tan devastador también fue para ella (teniendo en cuenta que tenía 10 años y era su madre la que estaba muriendo).
Hablar y verbalizar todas las circunstancias y sentimientos vividos, ayudó a Andrea a soltar todas las emociones que tenía acumuladas desde su infancia. Por fin pudo llorar la muerte de su madre y pasar por el duelo que se le había prohibido vivir de pequeña porque “ellos no se enteran de nada”.
Por otra parte, Andrea dejó de pensarse culpable por la muerte de su madre y poco a poco, recuperó su autoestima y la confianza en ella misma. Como me comentó varias semanas después de terminar su terapia, “el vacío ha desaparecido, Ramón. Ahora me siento viva. Ya no me siento gris, sino de colores. Además, no me siento sola, me gusta estar con otras personas y disfruto de su compañía, pero también, puedo estar sola sin sentirme abandonada o triste.»
Por duras que sean las situaciones que se viven en la familia, los hijos deben ser partícipes de todo lo que sucede (aunque evidentemente, tenemos que tener en cuenta su nivel de maduración y adaptar las explicaciones a su lenguaje). Los niños sienten todo lo que pasa, pero si no tienen a nadie que les ayude a poner palabras a la situación, su cabeza tiende a elaborar complicadas teorías catastrofistas, donde la soledad y la culpa siempre están presentes.
Fuente: mentesana.es
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