No es un brote psicótico, todas hablamos con nosotras mismas de vez en cuando. Pero, ¿en qué tono lo hacemos? ¿Somos nuestras enemigas o nuestras aliadas?

Hablar sola lleva siendo desde hace mucho un signo de que una persona está “mal de la cabeza”. Yo creo que todas las personas lo hacemos en mayor o menor medida, pero ¿quién no ha visto a alguien desconocido manteniendo extrañas conversaciones en voz alta con nadie más que consigo mismo por la calle y se ha asustado?

Y es que, como tantos otros signos de “locura”, que una persona hable sola a menudo es una estrategia de estabilización de todos los pensamientos disparados que recorren a toda pastilla nuestras mentes. Nuestras cabezas.

Pero esta vez me gustaría escribir sobre el tono en que nos hablamos. De las palabras que pronunciamos. De la manera en que las decimos.

Cómo nos hablamos a nosotras mismas

Porque somos muchas las personas con diagnósticos psiquiátricos, o sencillamente las personas que atravesamos episodios de sufrimiento psicológico, que estamos acostumbradas a fustigarnos por el más mínimo error y a castigarnos mediante conductas auto-lesivas. Por eso, las palabras que nos dirigimos a nosotras mismas son demasiadas veces demasiado duras.

Somos el severo profesor que castiga a golpes de vara al alumnado de nuestras propias mentes. ¿Cuántas veces nos decimos, consciente o inconscientemente, “no eres suficiente”? ¿”Nadie va a quererte”? ¿”Te mereces todo lo malo que te está sucediendo”? ¿O, sencillamente, “eres un desastre”?

Pero no somos desastres. Y sí somos suficiente. Y sí es posible amarnos. Y no nos merecemos nada de lo que nos está sucediendo; sencillamente, nos sucede, y como a cualquier otra persona nos toca aprender a manejar nuestros pensamientos y nuestras emociones más complicadas demasiado a menudo desde la inexperiencia (pues es escasa la educación en inteligencia emocional).

Por eso, llegó un momento de mi vida en que sencillamente me cansé de torturarme doblemente. Ya me torturaba mi sufrimiento, ya me torturaban a veces otras personas de una forma u otra, y no me iba a torturar yo también. Al menos, mientras lograra encontrar una alternativa.

Fue entonces, en algún momento en medio del torbellino emocional en que me encontraba después de mis primeras autolesiones, en medio de mi primera relación de “algo más que amistad” con otra chica; cuando comencé a hablarme a mí misma en voz baja, con tono tranquilizador, como una madre que acuna a un bebé que llora. Como una amiga que te desea lo mejor y te acompaña entre abrazos y consolaciones mientras lo mejor está todavía por llegar.

Y es que recuerdo perfectamente una noche que llegué a casa después de quedar con ella, hecha polvo porque sentía que nunca sería suficiente para nadie. Porque mi pánico al abandono volvía cada despedida en una pequeña tragedia. Y me tumbé en la cama, me puse los auriculares con una canción probablemente triste de fondo, y me eché a llorar.

Sin embargo, recuerdo también perfectamente cómo me abracé a mí misma. Cómo envolví mi torso en mis propios brazos, y apreté suavemente, y acaricié mi piel con las yemas de mis dedos.

Porque cuando escribo sobre hablarnos a nosotras mismas desde el cariño y el perdón no solo lo escribo desde la literalidad. También me refiero a pequeños gestos físicos, como besarme los hombros, algo que desde hace unos pocos años hago cuando todo mi cuerpo me provoca repugnancia mayor o menor y trato de reconciliarme con él; conmigo misma, al fin y al cabo.

Como extender loción hidratante con olor a coco, mi aroma favorito, por todo ese cuerpo que tan maltratado ha sido (demasiado a menudo, por mí misma). Aplicarla con delicadeza sobre aquellas superficies de mi piel cubiertas de cicatrices auto-infligidas y sentir que mi cuerpo, en un alarde de misericordia, no solo me perdona sino que me da una nueva oportunidad.

Así que, desde entonces, me hablo a mí misma. Me hago de madre y de amiga cuando hace falta (por mucho que tenga una madre y unas amigas maravillosas, al final del día la única que tiene la recuperación entre sus manos soy yo).

Me digo: “Sol, el dolor pasará a través de ti, y lo sufrirás; pero poco a poco, se irá yendo, como el agua que resbala por tu cuerpo y acaba por caer al suelo”. Me digo: “Sol, tu cuerpo es un hogar, no una cárcel… y los hogares se cuidan”. Me digo: “Sol, está bien, está bien, está bien; y si no está bien ahora, lo estará”.

Me digo: “Sol, eres valiosa, solo porque existes”. Y hasta que no me lo crea, incluso cuando ya lo haga, seguiré repitiéndomelo con voz dulce y desde el cariño; en los peores momentos.

Fuente: mentesana.es

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