Huimos de emociones incómodas como la ansiedad, la tristeza o la angustia, pero nos están comunicando algo y no escucharlas tiene consecuencias.

Vivimos en una cruzada constante contra la tristeza. Y es que vivimos en una sociedad que no respeta nuestros tiempos. Los tiempos de las personas. Los tiempos para estar contenta, para estar triste y para descansar a causa de la propia tristeza; para tomarse un respiro de todas las tareas que afrontamos diariamente, mirarnos al espejo y preguntarnos qué nos pasa. Qué emociones difíciles de sentir son las que nos atraviesan.

Sí, emociones difíciles de sentir. Así es como he aprendido, en terapia, a llamar a todas esas emociones “malas” que aparentemente no deberíamos sentir nunca; a la tristeza, a la ansiedad y al miedo, al enfado y a la ira.

Porque no son malas. En absoluto. Son naturales, son una fase más de nuestros ciclos vitales, y se merecen nuestra atención y nuestra escucha. Son la otra cara de la moneda de la alegría, la tranquilidad o la calma… y si no sintiéramos unas, no sabríamos reconocer las otras.

Atrevámonos a sentir la tristeza
Pero a mí, esta vez, me gustaría escribir sobre la tristeza. De todas esas emociones que censuramos cotidianamente para seguir trabajando, estudiando, cuidando; la tristeza se me atraganta tan a menudo. Normal, diréis, si se supone que estoy deprimida.

Sin embargo, yo me pregunto ¿hasta qué punto “estoy deprimida”?, ¿hasta qué punto le he cerrado las compuertas a la tristeza durante tanto tiempo que se me ha enquistado y ahora es toda una bola de desolación? ¿Estaría yo tan triste si hubiera aprendido unas habilidades emocionales que no consistieran demasiado a menudo en fingir alegría constante?

Porque es difícil sentir tristeza. No se lo negaré a nadie, y menos aún, a mí; a alguien a quien la tristeza la ha llevado a cruzar límites tan peligrosos. La tristeza duele, la tristeza escuece, la tristeza se cruza en tu camino y te impide seguir caminando como si nada.

El problema, creo yo, es que no deberíamos aprender a seguir caminando como si nada.

En terapia, he aprendido también que muchas veces, la función de la tristeza es comunicarnos algo a nosotras mismas. Hay tantos motivos por los que puedo estar triste, y vivo tan desconectada (vivimos, me atrevería a decir); de nuestras propias realidades emocionales que nos frustra no encontrar respuesta. Y preferimos fingir que no pasa nada.

Pero fingir que no pasa nada es altamente peligroso. Porque sí que pasa. Y si ignoras todas las señales de tráfico, al final, te atropellan. Y acabas en el hospital (y no siempre es, lamentablemente, una metáfora).

A la pregunta de cómo comunicarnos mejor con nosotras mismas como personas que sentimos, y tratamos de expresar, de una forma u otra, lo que sentimos; todavía no tengo respuesta. Quizás no la tenga nunca. Solo sé que intento, poco a poco, día a día atender a mis emociones difíciles de sentir y hasta a mi lenguaje corporal y a las sensaciones que recorren mi cuerpo por dentro para saber por qué me duele tanto lo que me duele. O, por lo menos, qué es lo que me duele.

Supongo que lo que quiero decir con todo esto es, de nuevo, que no deberían enseñarnos a seguir caminando como si nada cuando estamos tristes.

Deberían enseñarnos a hacer un alto en el camino, a tomar papel y bolígrafo y escribir qué es lo que nos pasa por dentro. A hablarlo con alguien, grabarme en voz alta me han aconsejado incluso si en ese momento nadie puede hablar.

Y quizás, si nos acostumbráramos a afrontar nuestras múltiples tristezas antes de que se volvieran desolaciones inabarcables; si viviéramos como algo más que engranajes de una máquina, como personas sintientes; la tristeza no nos dolería tanto. Nos dolería, desde luego. Pero el dolor es parte de la vida.

Y la frustración que tantas veces lo acompaña, por no saber qué nos duele ni por qué nos duele, no tendría por qué estar ahí si nos conociéramos a nosotras mismas un poco más y mejor.

Fuente: mentesana.es

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