Mi historia de vida se resume en el hecho de que soy una mujer infértil, casada y que está a semanas de conocer a su hijo, luego de un largo proceso de adopción. Conocí a mi marido, José Luis, el año 2006 en Valparaíso, pero nos fuimos a vivir por trabajo a Curicó, su ciudad natal. Instalarnos allá fue todo un tema para mí porque nos planteamos nuestro futuro. Fue el lugar donde definimos el tipo de pareja que queríamos ser. Y tuvimos por mucho tiempo la idea de que no íbamos a tener hijos. Viajábamos, lo pasábamos increíble, carreteábamos muchísimo. Hasta que en algún momento, cercano a mis 30 años, todas mis amigas ya eran mamás y me planteé la maternidad.
En 2011, cuando llevábamos casi cinco años juntos, tomamos la decisión de casarnos y ser papás. Fue todo de una manera súper conciente. Los dos nos dimos cuenta de que no queríamos serlo antes porque nos daba miedo repetir los mismos errores que nuestros padres. Y cuando lo decidimos, fue súper revelador. Así que nos pusimos en campaña.
Nunca utilicé métodos anticonceptivos. Y no por una cuestión religiosa, para nada. Tenía que ver con un tema de salud. Encontraba que era súper invasivo llenarme de hormonas, y no estaba dispuesta a sacrificar mi salud, que estaba bastante deteriorada en ese momento, ya que recién me había hecho una operación de manga gástrica. Siempre nos cuidamos solo con condón, por lo que pensábamos que dejándolo, quedaría rápidamente embarazada. Pero pasaron los meses y no sucedió nada. Cuando se cumplieron dos años intentándolo, decidimos consultar a un especialista. Presentíamos que algo andaba mal. Estábamos llenos de ansiedades, pero nunca caímos en el juego de culpar al otro. Sabíamos que si uno tenía un problema, iba a ser problema de ambos.
Fuimos hasta Santiago, porque en Curicó no hay hospitales, y el doctor que nos atendió nos pidió que nos hiciéramos los exámenes correspondientes. Los resultados arrojaron que tenía endometriosis y adenomiosis. Ambas son patologías uterinas muy comunes en personas mayores de 50 años, pero yo recién tenía 30. Mi útero había dejado de ser un músculo y se había convertido en una esponja que estaba llena de sangre. Sin embargo, todavía había esperanzas.
Intentamos diferente tratamientos durante dos años más. Tuve que tomar hormonas, inyectarme, viajar día por medio para revisar mi ovulación y programar mis relaciones sexuales. Fue tremendamente desgastante. Emocional y físicamente. En esa época, incluso nuestra sexualidad se fue un poco a la mierda. Era todo muy poco natural. Y el sexo terminó por convertirse en un acto mecánico. Los doctores me decían que tenía un 30% de posibilidades de tener un hijo, pero con el tiempo ese porcentaje fue bajando. Tuve muchas hemorragias, e incluso algunas veces caí en anemias terribles.
Llegamos a un punto en que la medicina había llegado al límite y vino un proceso de duelo. Es muy triste asumir que no vas a ser mamá biológica, que no vas a traer a tu hijo al mundo. Ahí se generó la única tensión que hemos tenido como pareja en estos 14 años de relación. José Luis no supo cómo enfrentar la situación y puso toda su atención en mí. Se olvidó de él y se concentró en contenerme. Pescó todos sus sentimientos y los guardó en un bolsillo. Y yo, por otro lado, lloré, me enoje y me deprimí. No quería nada con el mundo. Estuve como siete meses excluida. Hasta que decidí buscar un terapeuta. Asumí que tenía un problema y tenía que tratarlo.
Ya con el tema más digerido nos pusimos a pensar en la posibilidad de una parentalidad distinta. De ser papás adoptivos. Y nos dimos cuenta de que queríamos entregar lo mejor de nosotros a otra persona. Empezamos a averiguar sobre los procesos para adoptar y partimos por el Sename. Fuimos al de Talca, a dos charlas previas al proceso, y nos encontramos con profesionales súper poco empáticos. Sentimos que ponían sus opiniones personales por sobre las profesionales. Nos comentaban que estaban en contra del aborto, porque si la gente abortaba, habría menos niños para dar en adopción. También nos dijeron que les importaba que los papás estuviesen casados por la iglesia porque les aseguraba que iban a estar en una casa con valores. Nos cargó el criterio.
Después de esa experiencia, decidimos acudir a la Fundación San José. Ahí el panorama fue totalmente distinto. Cuando manifestemos nuestro interés y se abrió el proceso de adopción, quedamos a cargo de una dupla sicosocial que nos evalúo durante cinco meses. Luego de entrevistas individuales y matrimoniales una vez por semana, nos dijeron que teníamos que ir a terapia para resolver temas que tenían que ver con nuestra infancia. Al principio fui súper resistente a esa situación. Viví una especie de segundo duelo. Estábamos muy esperanzados y recién habíamos asumido lo que nos pasaba, y lo sentí como un retroceso. José Luis quedó con un terapeuta en Rancagua y yo en Santiago. Teníamos que viajar nuevamente una vez por semana. Así estuvimos un año y seis meses. Tuve que extender mi licenciatura en trabajo social y dejar varios ramos de lado. Recién, hace un mes, nos dieron de alta.
Ahora estamos yendo a talleres que nos preparan para la adopción. Somos un grupo de seis parejas. La meta es construir el libro donde nosotros le contamos a nuestro hijo por qué decidimos ser padres adoptivos. Además, hablamos de diferentes temas que tienen que ver con los desafíos de la adopción, como los indicadores de violencia y maltrato que traen muchos de los niños. Ahí nos van educando y enfrentando a la realidad que quizás nos puede tocar. La fundación aspira a que nosotros tengamos las mejores herramientas para asumir la adopción.
Reconozco que al principio tuve miedo. Me atormentaba pensar que el amor por un hijo biológico podía ser distinto al de uno adoptivo. Pero hoy, gracias a la terapia, puedo asegurar que ese miedo se difuminó por completo. Me di cuenta que ser familia no tiene nada que ver con una cuestión biológica. Tiene que ver con amor, incondicionalidad, contención y estabilidad. Con José Luis tenemos súper claro que quizás no vamos a tener la posibilidad de tener una guagüita, porque lo que menos hay son niños menores de un año. Podemos tener uno de hasta tres o cuatro. Pero estamos súper abiertos, tenemos claro que vamos a ser sus papás con todo el amor del mundo. Nosotros sentimos que estamos viviendo un embarazo. Mi cuerpo dice muchas cosas.
La semana pasada me operé. Le pedí a mi doctor una esterilización voluntaria porque ya no daba más del dolor de útero. Al principio el doctor se opuso, y me habló de que podía ocurrir un milagro y quedarme embarazada. Pero yo tenía súper claro que eso ya no iba a pasar. Estamos a punto de ser papás y no quería ser una mamá desgastada. Así que solicité una histerectomía. Me hicieron un par de exámenes y tenía todas las condiciones para operarme. En este minuto estamos a días de conocer a nuestro hijo y estoy enfocada en recuperarme rápido.
Le hicimos una despedida simbólica a mi útero. Organizamos una comida en el departamento de mi cuñada y celebramos con champaña que venía otro ciclo. Hacerlo fue cerrar una etapa. Al final de la noche, todos me hicieron cariño en la guata y se despidieron de él. Pero el momento más íntimo fue unos minutos antes de entrar al quirófano. Ahí nos abrazamos con José Luis, lloramos y dimos las gracias por todo lo que está por venir. Fue muy emocionante.
Ahora el dolor desapareció y estamos listos para recibir a nuestro hijo. Queremos que sea un niño o niña completamente feliz y resuelto. Ya hemos conversado acerca de qué le diremos cuando nos pregunté de dónde vino o por qué no nació de mí. Y juntos le diremos: “tú vienes de otra mujer, que por motivos de fuerza mayor no te pudo tener en su vida, pero que te amaba tanto que prefirió que crecieras con personas que te podían dar el amor y la calidad de vida que te mereces”.
Miriam Méndez tiene 34 años y es técnico jurídico. Actualmente se encuentra finalizando su carrera en trabajo social.
Fuente: paula.cl
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