¿Por qué mi hijo no habla? ¿Por qué no come? ¿Por qué no puedo controlar sus pataletas? La sicóloga infantil Nicole Charney recibe con frecuencia a mamás angustiadas con estas dudas. Y, siguiendo la metodología Theraplay, de la que es pionera en Chile, encauza la solución haciendo que madre e hijo se conecten mediante el juego vincular: echándose crema en las manos, imitando muecas, reventando burbujas o envolviéndose con papel higiénico. Parece broma, pero es algo serio.
Por Pilar Navarrete / Fotografía: Alejandro Araya
Paula 1214. Sábado 03 de diciembre de 2016.
Debajo del escritorio de la consulta de la sicóloga infantil Nicole Charney, hay una caja de plástico de color azul donde guarda lo que llama su bolsita mágica; una bolsa de tela azul que contiene, entre otras cosas, plumas de colores, pañuelos, pompones, stickers, un frasco de jabón para hacer burbujas, una crema humectante y una rana de peluche. La sicóloga se pega un sticker en la nariz, se pone la rana en la cabeza y sopla burbujas de jabón para ejemplificar lo que ocurre en las sesiones de terapia donde, a través de una secuencia de juegos, ayuda a que el hijo y la madre y/o el padre se conecten. Es decir, hagan algo que debería ser natural: mirarse a los ojos, observar lo que le pasa al otro, empatizar, sonreír.
Nicole Charney es la única sicóloga infantil en Chile certificada en Theraplay, metodología que aprendió en Estados Unidos, donde vivió 10 años, luego de titularse de sicóloga en Chile en la UDP. Se trata de una terapia vincular, que resuelve los problemas que presentan los niños a partir de la interacción con sus padres, y la metodología que ocupa para eso es el juego. “Pero, a diferencia de lo que ocurre en las terapias donde el juego se utiliza para que el niño exprese sus conflictos, en Theraplay el juego se utiliza como una herramienta para generar una genuina conexión entre la madre y el hijo”, precisa Nicole.
A su consulta llegan madres y padres afligidos porque sus hijos no hablan, no comen, no duermen, no siguen instrucciones o hacen pataletas descomunales a la menor frustración. También padres cuyos niños son o se han puesto muy retraídos o no se integran bien a su curso. O, por ser hiperactivos y agresivos, se han acostumbrado a ser tratados con retos y castigos.
En la consulta Nicole dicta las instrucciones de los juegos que son muy simples. Por ejemplo: “Cuando la rana mueva la mano derecha, tú muévela igual que ella”. “Voy a poner una cara, tu mamá me va a imitar y luego tú vas a imitarla a ella”. “Con el jabón voy a hacer una burbuja gigante y, soplando, te la voy a lanzar a ti y tú a mí”. Como siempre sonríe y su tono es de tanto entusiasmo, difícilmente los niños se resisten. Y, en efecto, cuando el niño entra en el juego, Nicole estalla de risa y contagia al niño y la madre, que suelen llegar muy tensos a la consulta. “La gracia es que con estos materiales yo voy estructurando y guiando juegos de interacción para que ellos se empiecen a vincular. Si entremedio la conexión empieza a perderse, yo cambio la actividad. O cuido que no se pierda a través del ritmo, con los tonos de voz, cuidando la transición entre una actividad y otra. La terapia se enfoca en entregarles una experiencia súper positiva. Que los niños y los papás lo pasen increíble”.
El hemisferio de los niños
Theraplay nació como un experimento, a fines de los 60, en Chicago. La creó la sicóloga Ann Jernberg, tras ser nombrada directora de Head Start de Chicago –programa norteamericano que se encarga del cuidado de preescolares en riesgo social–, y advertir un gran dilema: eran demasiados los niños con problemas de conducta y temperamento, pero no tenía recursos suficientes para contratar a personal calificado para ayudarlos. Ante eso, ella misma comenzó a jugar con los niños.
Como empezó a notar cambios significativos en el comportamiento de los niños, decidió crear un programa de intervención que replicara su metodología y tuviera resultados a corto plazo. Así, diseñó un modelo de terapia que consistía en enseñar a las mamás a tener una sana interacción con sus hijos y a corregir los disturbios en la relación a través de juegos que fortalecieran el apego, la autoestima, la estructura, la confianza y la conexión entre ambos. Su certeza era que así corregiría el modelo de funcionamiento interno de los niños lo que, a su vez, resolvería sus problemas conductuales.
Para desarrollar Theraplay –término que une dos palabras: therapy (terapia) y play (juego)– Jernberg se basó en la teoría del apego de John Bowlby y en las teorías interpersonales del desarrollo humano que destacan la importancia de la relación entre una guagua y sus padres, por considerarla la primera de todas y, por lo mismo, el piso de las relaciones futuras, basándose en investigaciones que demuestran que si ese primer vínculo no es seguro, en el futuro los niños empiezan a tener problemas para vincularse con otros que, de no atajarse a tiempo, se reproducen a lo largo de la vida. Para elaborar su modelo de intervención, tomó prestados elementos de varios sicólogos, entre ellos Austin M. Des Lauriers, quien planteaba que para trabajar con niños había que hacerlos participar activamente en un ambiente íntimo centrado en el aquí y el ahora; Viola Brody, quien promovía que el terapeuta debía cultivar una relación con el niño –y eso incluía tocarlo, mecerlo y cantarle–, y Ernestine Thomas, quien planteaba que para sanar a un niño el terapeuta debía tener una mirada fuertemente positiva y esperanzadora sobre su salud, potencial y fuerza. Los resultados de la terapia diseñada por Jernberg comenzaron a ser tan exitosos que en 1971 formó The Theraplay Institute, que desde entonces forma a profesionales en este método.
Nicole Charney tomó el primer curso de Theraplay en 2006, en Estados Unidos –hoy es una de las 50 entrenadoras y supervisoras de la metodología en el mundo y la única en Latinoamérica– y aún recuerda el impacto que le causó. “Por primera vez encontré una terapia basada en el vínculo, donde daba lo mismo el síntoma o problema del niño, todo se entendía desde la relación con sus papás y se intervenía desde ahí, incluyéndolos, en un trabajo terapéutico basado en el juego y la alegría, donde uno como terapeuta genera un espacio lúdico y comprende a los niños desde el lugar desde donde ellos funcionan”.
Ese lugar, puntualiza Nicole, es el hemisferio derecho del cerebro, el hemisferio no verbal, emotivo, sensorial, en el que los niños se mueven los primeros 3 años de vida y mayoritariamente hasta los 5, cuando recién empiezan a tejerse las conexiones con el hemisferio izquierdo, el racional. “¿Qué significa eso? Que si uno se relaciona con los niños desde el hemisferio izquierdo, desde lo racional, todo lo que uno les trate de explicar desde lo racional le hace bzzzzzz: no lo entienden”, dice Nicole. Y agrega que el correcto desarrollo del hemisferio derecho, depende directamente del vínculo de un niño con sus padres.
“Cuando un bebé nace, todas sus conexiones son a través del hemisferio derecho: su relación con el mundo es a través de puras necesidades que espera que sean satisfechas. Si tiene hambre, su mamá lo alimenta. Si tiene frío, lo abriga. Lo que va pasando en esa dinámica es que la mamá empieza a leer las necesidades de su hijo y la guagua va experimentando todo eso como una sumatoria de experiencias positivas”, explica. Esa suma, asegura, además de ir construyendo el vínculo o apego, a nivel neurológico tienen un efecto decidor en los niños, ya que cada experiencia positiva es amplificada a nivel cerebral. Pero si esas necesidades no son satisfechas, plantea Charney, el niño construye una imagen de sí mismo insegura que a su vez hace que perciba el mundo como un lugar donde tiene que estar a la defensiva. “Pero lo maravilloso del cerebro, y por eso existe esta terapia, es que es un órgano modificable a lo largo la vida. Ante una pena o experiencia de trauma, es la suma de experiencias positivas la que cambia en la persona el sentido de sí misma y la repara, porque gatilla un cambio a nivel neurológico: modifica el modelo de funcionamiento interno. A lo que apunta Theraplay es a satisfacer necesidades que no fueron bien satisfechas en su momento y que ahora se manifiestan en los niños en problemas de conducta. Y se hace a través del juego, porque es el lenguaje del hemisferio derecho y la mejor manifestación de una experiencia positiva. Por eso esta es una terapia reparadora”.
Octavia está rabiosa
En febrero pasado la educadora de párvulos Alejandra Melo empezó a notar que algo pasaba con su hija Octavia (5). Andaba peleadora y rabiosa, especialmente con ella. A esa dinámica, en marzo, se sumaron las pataletas a la vuelta del colegio. En los momentos de crisis Alejandra perdía la paciencia. “Sentía tanta rabia que me daban ganas de alejarla. Y ella también sentía eso hacia mí. Cuando me acercaba a ella se ponía como un gato arisco y me decía ‘ay, mamá, déjame’”. En abril Alejandra recibió un llamado del colegio en el que le comentaron que notaban que algo le pasaba a Octavia. Decidió pedir ayuda.
A la primera sesión con Nicole, fue acompañada de su marido, y durante una hora le contaron de manera detallada la historia de Octavia, desde que supieron que estaba embarazada de ella. Le relató a la sicóloga que la niña había sido una guagua no planificada, porque su primer hijo apenas tenía 1 año. Que había nacido por cesárea y el postoperatorio había sido doloroso. Que fue una guagua llorona y demandante. “Ese día llegamos a la conclusión de que quizás tuve una depresión postparto de la que no me di cuenta. Y que yo, por evitar los celos de mi hijo mayor, siempre hice que la Octavia se nivelara con él. Dejé de amamantarla y empecé a darle relleno para jugar con los dos. Les puse los mismos horarios y los mismos ritmos”, cuenta la madre.
Para que entendiera el efecto que eso fue teniendo en su hija, Nicole le fue explicando qué pasaba en el cerebro de su hija en ese momento y cómo la fue determinando en los años que siguieron. “Siendo guagua, en su modelo de funcionamiento interno fue forjando la idea de que para cumplir con las expectativas de su mamá tenía que sobreadaptarse. Y ahora, a sus 5 años, eso significaba vestirse sola, comer sola, lo que tuvo un costo: Octavia empezó a hacerse la grande, la madura, a funcionar sola. Y desde ese lugar, también empezó a establecer una relación más conflictiva con su mamá, con quien tenía un vínculo inseguro”, explica Charney. “Esa reacción de indiferencia de su mamá le generó la necesidad de protegerse de un ambiente que entendía como inseguro. Pero en este esfuerzo por sobreadaptarse empezó a sentirse hipersensible a todas las señales del medio, entonces cuando una niña en el patio del colegio pasaba corriendo al lado de ella y le pasaba a llevar en el hombro, la Octavia sentía que iba directo hacia a ella a pegarle. Y lo sentía de verdad. Ella lo veía como algo intencional porque era su forma de leer el entorno, donde todo era amenazante. Por eso la terapia tenía como foco cambiar su modelo de funcionamiento interno, para que dejara de ver el mundo como una amenaza y para eso su mamá tenía que demostrarle que era capaz de leer sus necesidades y ayudarla a dejar de sentirse amenazada”.
Antes de partir con la terapia, Nicole citó a Alejandra y a Octavia para asistir a lo que en Theraplay se llama MIM: la sesión de evaluación donde mamá e hija están solas durante 1 hora en la consulta de Nicole, quien desaparece tras dejar una cámara. 60 minutos donde lo único que deben hacer es seguir las instrucciones descritas en papelitos guardados en una caja.
“La nuestra fue un desastre”, recuerda Alejandra. “La Octavia estaba súper ansiosa, quería dirigir todo y yo estaba completamente bloqueada. Cuando salió el papel que decía ‘cuéntale a tu hijo cómo era cuando era bebé’, me miraba esperando que le contara algo y yo no me acordé de nada. Y ahí dije cómo una depresión postparto puede marcar tanto tu relación con tus hijos. Es súper fuerte lo que empiezas a entender”.
A la siguiente sesión, Nicole le mostró a Alejandra extractos del video de la evaluación y le fue explicando cómo leer las señales que Octavia daba justo antes de una pataleta, como mover las piernas sin parar, de pura ansiedad. Entonces se lanzaron a las sesiones de juego que en un principio mamá y terapeuta reconocen que no fueron fáciles. “Al igual que los niños sobreadaptados, Octavia quería tener el control de los juegos que yo dirigía”, dice Nicole. “Pero necesitaba tener el control para sentirse segura. Mi objetivo era darle a Octavia la experiencia de que cuando su mamá tenía el control ella podía pasarlo bien, sentirse segura. Y a su mamá, la experiencia de competencia y seguridad en su rol”.
La instrucción que Nicole le dio a Alejandra fue la misma que les da a todos los papás antes de entrar a la primera sesión de juego: “No hagas nada, solo sígueme la cuerda y participa cuando yo te dé el pase”. “El sentido de que me observen y no interactúen es que se fijen en lo que yo voy haciendo: cómo voy captando la atención de su hijo a través del ritmo, la estructura, el desafío. Por eso los papás tienen que ser súper cómplices conmigo.
Aunque en las primeras semanas no notó mucho acercamiento con su hija, Alejandra sí comenzó a detectar las señales que su hija daba antes de una pataleta, lo que le sirvió para anticiparlas y prevenirlas. “Cuando veía que la Octavia andaba muy ansiosa le decía ‘¿necesitas algo?’, ‘¿te ayudo?’, ‘¿qué hago? Dime’. Y entre la risa y la broma con que yo le decía todo eso, bajaba un poco la guardia y no explotaba”. Así, a la semana, Alejandra empezó a notar que Octavia ya no llegaba tan enojada del colegio. Estaba más tolerante, menos brusca.
En la quinta sesión de juego Alejandra sintió que se conectaba con su hija por primera vez. “Teníamos que entrar a la sala caminando de lado, pero siempre mirándonos una a la otra para ir haciendo chocar nuestras palmas. Nunca en la vida nos habíamos mirado tanto rato como en esos 5 o 6 pasos”, dice. De ahí en adelante, fue notando que en cada sesión Octavia se conectaba más con ella y dejaba de darle tanta atención a Nicole. Eso mismo comenzó a darse en su casa: Octavia empezó a pedirle que le secara el pelo, que la peinara, que le eligiera la ropa.
“Fue tan rápido el cambio; fue como magia, aunque yo sé que no es magia”, dice. Además de llevarme bien con mi hija, me siento súper poderosa como mamá, porque tengo más herramientas para relacionarme con mis otros hijos, hasta con mi marido”. Alejandra asegura que incluso Octavia ha notado los cambios en ella como niña. “Un día me dijo ‘sabes mamá, con juegos la Nicole me ha ayudado a que yo no esté tan enojona y los niños en el colegio ya no pelean tanto conmigo”.
A diferencia de lo que ocurre en las terapias donde el juego se utiliza para que el niño exprese sus conflictos, en Theraplay el juego se utiliza como una herramienta para generar una genuina conexión entre la madre y el hijo.
Miguel no conecta
En diciembre de 2015 la ingeniera Trinidad Bone decidió pedir ayuda. Su segundo hijo, Miguel (2 años 8 meses), quien por entonces tenía 1 año y 10 meses, apenas hablaba, tenía reacciones furiosas y, por más gracias que le hacía, no la miraba. Cuando ella se le acercaba, con sus brazos él trataba de apartarse. Ella pensaba que podían haber varias razones. La principal: la corta vida de Miguel había sido dura.
De partida, su gestación no había sido fácil: a las 23 semanas de embarazo a Trinidad le diagnosticaron placenta previa, a las 24, que tendría que pasar el resto del embarazo hospitalizada y, a las 25 que, si seguía adelante, ponía su vida en riesgo y la guagua no nacería bien. A todo eso se sumaba estar viviendo en Sídney, donde habían partido por los estudios de su marido junto a su hijo mayor. Finalmente Miguel nació por cesárea en la semana 32. Para sacarlo, los médicos tuvieron que quebrarle un brazo (de lo contrario, a Trinidad tendrían que realizarle un corte por el cual perdería el útero). Como Miguel apenas tenía signos vitales, el equipo médico ni siquiera se lo mostró a Trinidad, sino que lo llevó a una sala contigua para reanimarlo con masajes cardiacos. Trinidad lo conoció al día siguiente, cuando ya estaba entubado en la incubadora. Tras 5 semanas, le dieron el alta. Trinidad estaba feliz. “Era la mejor guagua del mundo: dormía día y noche sin parar”, dice.
Cuando un par de meses después regresaron a Chile, las cosas no cambiaron: Miguel seguía dormilón. Pero entonces a Trinidad empezó a extrañarle que, cuando le hablaban, Miguel no miraba. Tampoco se reía. Si lo abrazaban, él siempre se corría. La primera vez que consultó por el tema a la pediatra, Miguel tenía 16 meses. Tras sugerirle descartar una sordera, lo llevó al otorrino, quien confirmó que estaba sordo. Cuando Miguel despertó de la operación al oído, reaccionó furioso. “Lloraba y gritaba sin parar”, recuerda Trinidad. La doctora le aseguró que poco a poco su hijo se iría integrando. Pero, al contrario, Trinidad empezó a notar que sus reacciones eran más rabiosas. A la hora de comer, tiraba lejos el plato de comida. “Yo le decía ‘Miguel eso no se hace’, pero era súper difícil ponernos firmes con él, porque reaccionaba muy mal”. En diciembre Trinidad le contó a una amiga lo que le pasaba. Fue ella quien le sugirió llevarlo adonde Nicole Charney.
Tras escuchar su historia, la sicóloga le explicó que “con ese nacimiento absolutamente traumático, Miguel entendió que debía funcionar totalmente a la defensiva. Porque aunque todo lo que pasó fue inevitable, él lo vivió como una suma de experiencias aterrorizadoras.
Agotado, cuando llegó a su casa durmió y se portó increíble. Pero qué pasó mientras él dormía: no manifestó necesidades, entonces su mamá no tenía por dónde satisfacerlas”, explica Charney. “Y como tras superar la sordera el mundo le pareció intolerablemente ruidoso, como una respuesta defensiva se desconectó y no lograba desarrollar la capacidad de empatía”.
Como en su caso el principal problema era de conexión, reconectarlo fue el eje central de la terapia diseñada por Charney. El inicio del tratamiento fue difícil. Su estrategia, al comienzo, fue llamar su atención con gestos. “Hacía caer una plumita y le decía ‘mira como cae, cae, cae, cae’. Tiraba burbujas sin darle instrucción, solo para que las mirara y viera que venían de mí”.
Aunque su mamá confiesa que para ella el proceso tampoco fue fácil –“había días en que decía ‘¿dará resultado todo esto?’”–, tiene grabado el primer episodio de conexión de su hijo. Ocurrió la primera semana de terapia, en su casa. Su marido jugaba a los autos con Miguel. “De repente se enojó y empezó a tirar los autos furioso. Mi marido los recogió y le dijo: ‘Miguel, no los tires para allá, tíralos para acá’. Ahí por primera vez vi a Miguel disfrutando de verdad de un juego. Estaba pasándolo bien tirando los autos pero no donde él quería, sino donde mi marido había dicho. Ahí entendí cómo empezar a meterme en su mundo. Y Miguel empezó a bajar la guardia”, dice Trinidad.
Charney explica que ese primer gran cambio se dio porque como la respuesta ante todo lo que Miguel hacía eran retos, y a él, como no empatizaba, le daban lo mismo, cuando sus papás entendieron con qué conectaba y en vez de retarlo se metieron en su dinámica, lograron empezar a dirigirlo.
A las pocas semanas los cambios empezaron a ser tan evidentes que Trinidad no podía creerlo. “Yo decía ‘esto es broma’. Miguelito, que era todo achorado, quería estar en mis brazos, que le diera la comida, que lo hiciera dormir, algo que nunca me dejaba hacer. Así empezó a entregarse y por primera vez sentí que me necesitaba. Fue tan brusco el cambio que parecía magia”, dice Trinidad, quien en agosto, tras 6 meses de terapia, dejó de ir a Theraplay con Miguel, luego de que Charney les diera el alta. “Hoy siento que lo que fuimos a trabajar a la terapia no fue a Miguel ni a mí, sino que nuestro vínculo, porque no era sano”, asegura. “Y cuando él empezó a sanarse, fue capaz de abrirse primero conmigo y después con el resto. Yo describo este proceso como ver crecer una flor y transformarse en la más linda. También viví una transformación profunda en la que tuve que viajar desde mi lugar al de Miguel para acompañarlo. El viaje lo hicimos los dos. Y ahora él se siente pleno como niño y yo como mamá”.
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